Manuel Ureste
Eran las 12 de la madrugada. Las cero-cero horas. Medianoche: el umbral imaginario entre la muerte que es el ayer y la incertidumbre del mañana que ya es hoy. La hora de los difuntos, como la llaman los más superticiosos.
Me dolía ligeramente la cabeza (nada que una cafeaspirina no resolviera). Esa noche había salido de la chamba antes de lo habitual. Sin embargo, parecía mucho más tarde que otros días. En la redacción del diario todo estaba extrañamente en silencio. Tenso. Las rolas sobre lindas colegialas y chicas de humo ya eran un lejano eco en mi memoria. Las computadoras lucían grises. Inertes. Sin vida propia y sin los taca-taca-tá de los teclados trabajando a toda madre.
Me arrastro entonces con paso lento, pausado, cansino, hasta la caseta del vigilante. Allí no hay nadie. Sólo la televisión prendida hablando de política. “Que le digo que el IFE es incapaz de controlar el maremágnum de Internet”, discuten aquellos dos a grito limpio.
- ¿Oiga? ¿hay alguien aquí? ¿oiga?, pregunto alzando la voz.
Miro a un lado, mira a otro, pero nadie contesta. Chale. Qué raro, comento. Ni modo, pues tendré que caminar para tomar yo mismo un taxi.
Era domingo y no había ni un alma
a la redonda. Sólo una farola iluminaba
tímidamente a un lado de la carretera.
Al otro, una ostentosa Ford Lobo negra,
con los cristales ahumados, me hace
sentir inquieto. Trago saliva y, como el que
no quiere la cosa, me voy ladeando hasta
el centro de la calle..."
Era domingo, y no había ni un alma a la redonda. Sólo una farola iluminaba tímidamente a un lado de la carretera. Al otro, una ostentosa Ford Lobo negra, con los cristales ahumados y las llantas gigantes, me hace sentir inquieto. Trago saliva y como el que no quiere la cosa me voy ladeando hacia el centro de la calle.
Paso por su lado y el corazón me bombea rápido. Pum-pum. Pum-pum. Lentamente, el cristal negro comienza a deslizarse dejando que las primeras gotas de la lluvia de mayo estallen en la tapicería beig del carro. Miro casi de ladito. Enfrente, unos ojos me observan. Me estudian.
- Buenas noches-, digo.
Aquellos párpados se entornan lentamente, como asintiendo y devolviéndome la cortesía. Entonces, entre el hueco que dejaba abierto el cristal, una bocanada densa de humo salío como un disparo cortando la lluvia... Aquello olía que alimentaba.
Por fin, llego a la parada de taxis. Tan sólo quedaba disponible uno de los de Nissan Tsurus que habitualmente esperan en la puerta del Hospital Yanga. Paso por el área de Urgencias y siento la mirada de los mendigos clavándose en mí.
Aquel 'ruletero' era moreno. Corpulento,
con el pelo ni corto ni largo. Las patillas
recortadas a ras de las cejas le daban
un aspecto poco agradable.
Parecía más bien callado. De los weyes
que sonríen de medio lado...
El tipo es moreno, corpulento, con el pelo ni corto ni largo. Las patillas recortadas a ras de las cejas le daban un aspecto poco agradable. Parecía más bien callado. De los weyes que sonríen de medio lado. Los ojos, oscuros como el cristal de aquella camioneta. Y llevaba una chamarra de cuero que le cubría las amplias espaldas, y unos guantes a juego con los dedos recortados.
Se despide de su cuate, órale compadre, nos estamos viendo. Chocan las manos y se dirigen las miradas en silencio.
Sube al carro sin quitarse la chamarra. Me echa un vistazo por el espejo retrovisor y agarra fuerte el volante retorciéndolo ligeramente. Glups. De pronto imaginé qué sería de mi pescuezo si estuviera ahí, en ese mismo lugar, estrujado entre esas manazas, totalmente morado, vacío de aire y saliva. Sonreí nerviosamente, je je, y abrí la ventana. Tomé aire. Me hacía falta.
La lluvia se intensifica. En apenas unos minutos un tremendo aguacero dificulta la visilidad. Sin embargo, el ruletero ni se inmuta. ¿Al Oxxo dice usté? Pues allá que vamos mi güero, dijo con su sonrisa siniestra de medio lado.
De pronto imaginé qué sería
de mi pescuezo si estuviera ahí,
en ese mismo lugar, estrujado
entre esas manazas. Totalmente
morado, vacío de aire y saliva.
Sonreí nerviosamente y abrí
la ventana. Me hacía falta aire.
Al llegar a la tienda, el tipo frena casi en seco.
Bajo lentamente y en cinco minutos estaba de vuelta.
-A la calle 10, avenida 2A. Por favor.-
Seguía lloviendo con ganas. El taxista prende el motor y las luces. Mete primera y acelera bruscamente, rum-rummm, perdiéndose entre la bruma nocturna.
- Oiga, ¿seguro que es por aquí?-, le pregunto.
El tipo no contesta. Sólo hace un ademán con la cabeza, diciendo que sí. Las psicofonías de la radio se intensifican por momentos. Y en mi celular no hay señal.
Ahora sí, me sudan las manos y cada vez llueve más. Me repito: wey, esta corrida me va a salir por una lanota.
Miro de nuevo a ambos lados y, como si se tratara de un náufrago, sólo encuentro agua y oscuridad alrededor. Las psicofonías de aquel viejo aparato se amplifican por momentos, bloqueando mi pensamiento, y tapando el ruido de mi corazón bombeando, pum-pum-pum-pum, a todo lo que da. Respiro con dificultad y las articulaciones de las rodillas me duelen por la humedad.
Acudo de nuevo a mi celular pero sigue sin estar operativo. Uno de esos rayos escandalosos debió dejar toda la línea fuera de combate, me digo.
Finalmente, alcanzo a ver una calle conocida por la ventana. Respiro aliviado, fiuf: ya estamos llegando. Hago la cuenta de cabeza y le calculo unos cincuenta pesos al capricho de los cacahuates. Chíngale cabrón.
- Jefe, ¿cuánto va a ser?
De nuevo, el ruletero ni se inmuta. Continúa mirando fijamente hacia adelante. Respira profundo mientras la lluvia golpea con furia el techo y araña los cristales. El silencio se torna incómodo. Impredecible.
Aprieto el puño de mi mano derecha y veo por el espejo retrovisor cómo el tipo sonríe, en efecto, de medio lado.
- Son veinte pesos-, contesta al fin.
No doy crédito a lo barato del precio. Pero no se hable más. Relajo el puño y meto la mano en el bolsillo. Saco el dinero y se lo pongo en la palma de la mano.
- Bye.
- Bye.
Así. Sin más.
En pocos segundos la lluvia me deja como una sopa. Frente a mi portal, saco las llaves y a la segunda -siempre a la segunda- acierto con la cerradura. Abro la puerta y a oscuras busco a tientas la llave de la luz. Dejo mis cosas sobre una silla y me quito la ropa mojada. Enciendo la lamparita de la mesilla y prendo la computadora. La música Jazz hace buenas migas con la noche, pienso.
La lluvia sigue sin dar tregua. Camino hasta la cama y me asiento en el borde. Allí pienso, medito, y reflexiono con la mirada en el vacío. El tac-tac del agua cayendo en los tejados me pone triste. Apoyo la cabeza en la almohada y me acuesto. Esa noche no pude pegar ojo.