miércoles, 29 de enero de 2014

El taxi exprés de la medianoche




Taxis de la Ciudad de México. //Foto: Manu Ureste



ES LO QUE TIENE UN MAL VUELO: que cargas con el trauma toda la vida. A mí me pasó hace unos tres años en un viaje transoceánico Ciudad de México-Madrid, en el que las fuertes sacudidas del aire me mantuvieron anclado al estrecho asiento sin visitar ni una vez el baño durante las diez horas de trayecto. Desde aquella lenta agonía, ya se harán ustedes cuenta, subirme a uno de esos lápices voladores es de las situaciones que, siempre que no haya un océano de por medio, procuro evitar a toda costa.

Sin embargo, la otra noche descubrí algo: los taxis del Distrito Federal me provocan, cada vez más, esa misma sensación de angustia vacía en el estómago, y me hacen sudar las manos tanto o más que cuando abordo un avión y el comandante avisa por megafonía que vamos a atravesar una zona de turbulencias. 

En todo esto pensaba en la parte trasera de un Nissan Tsuru destartalado junto a mi mujer Lyzbeth, mientras bajaba la ventanilla y veía pasar a toda velocidad los espectaculares de neón –que siempre tintinean o tienen una letra fundida- anunciando sobre azoteas moteluchos de paso con nombres que invitan a soñar con lugares cálidos, como el Florida, o lejanos y exóticos como el Marrakech, el Habitaciones baratas Venezia, o el Motel Garaje El Cairo. 

Por mi reloj vi que eran casi las dos de la madrugada. Mal asunto, me dije, a esas horas la Ciudad de México dormita y tiene las pulsaciones en reposo, por lo que ya se imaginarán el panorama: largas avenidas casi desiertas, calles que murmullan y por las que corre el viento esquivando las bolsas de basura que se amontonan en el suelo, patrullas con las luces encendidas que deambulan de manera errática, y semáforos que si ya durante el día no imponen ningún código de circulación –aquí el ámbar te advierte que aceleres a fondo-, en la noche son meros elementos decorativos.  


"El chofer se limitó a mirarnos por el espejo retrovisor; masculló algo entre dientes, y tras ajustarse la gorra siguió apurando las curvas al ritmo de la salsa que salía del estéreo, completando chicanes como si fuera El Checo Pérez en Montecarlo"

En esto último, en lo de los semáforos como un elemento más del paisaje urbano, debía estar pensando nuestro taxista mientras embragaba raspándole las entrañas al Tsuru, metía las velocidades de manera brusca y hundía el acelerador hasta la tabla. Porque aquel chofer más próximo a los setenta que a los sesenta, de modales tan oscos como su forma de manejar, y enormes lentes que se le caían hasta la punta de la alargada nariz, no respetó ni un semáforo en rojo en todo el trayecto. 

“Jefe, no hay prisa. ¿No podría usted ir un poco más despacito?”

Tal y como esperaba, la sugerencia cayó en saco roto. El chofer se limitó a mirarnos por el espejo retrovisor; masculló algo entre dientes, y tras ajustarse la gorra siguió apurando las curvas al ritmo de la salsa que salía del estéreo, completando chicanes como si fuera Sergio El Checo Pérez en el circuito urbano de Montecarlo, y dejando a su paso un fuerte olor a discos de freno abrasados y a llanta quemada. 


“Taxi seguro”, me repetía estrujando la mano de mi señora después de librar una secuencia de curvas izquierda-derecha, derecha-izquierda, o tras el penúltimo frenazo para no estamparnos con la pegatina de ‘bebé a bordo’ del coche de adelante. “Suchingá madre, taxi seguro…”.  

Al fin, el Tsuru se adentró a toda velocidad y provocando un ruido estridente en el túnel de la Avenida Chapultepec –ése que está forrado con imágenes de coloridos peces que bucean entre caballitos de mar, arrecifes, y corales paradisiacos, en un intento de relajar a los estresados automovilistas que a diario padecen el tráfico del DF-, para doblar en una calle a la derecha y entrar por la lateral de Reforma hasta el lugar indicado. 


Y ahora, viene lo gracioso del asunto.

Verán.

Luego de perder la cuenta del número de semáforos en rojo ignorados, de estar a punto de perder el control del coche en tropecientas mil curvas en las que rebasábamos en un parpadeo camiones, autobuses, y otros automóviles que nos miraban atónitos; luego de no hacer caso a las señales de Stop, ceda el paso, y mucho menos a los límites de velocidad, el taxi entró a la calle. Pasamos un edificio alto, otro, otro, hasta que llegamos al número tal, y mi mujer le solicita al Fitipaldi septuagenario que, por favor, se estacione del lado izquierdo de la ¡¡¡desierta!!! calle, para que nos resultara más cómodo bajar el equipaje.

Entonces el chofer, ahora sí muy digno, se ajusta otra vez la desgastada gorra sobre la frente, exhala un suspiro cansado de ay que ver con estos turistas que todo lo quieren, y contesta visiblemente irritado mirándonos por el espejo retrovisor: 

“Señorita, no se puede estacionar del lado izquierdo de la calle”. 

A lo que, ante nuestra mirada de no dar crédito, el muy cabrón añade haciendo un gesto despectivo con la barbilla: ¿O qué no ven la señal de prohibido”. 

lunes, 13 de enero de 2014

Por quién doblan las campanas y otros libros del 2013






HACE ALGÚN TIEMPO, creo que en el 2009, comencé a escribir como una especie de tradición en este blog un post sobre los libros que leo a lo largo de un año. Tradición, por cierto, que rompí el año pasado, y que ahora, en el inicio de este 2014 quiero retomar hablándoles de una novela sublime y que quisiera recomendarles, aunque aviso que este artículo lejos está de ser una reseña sesuda o una crítica literaria de rimbombantes conclusiones. 

Hecho el aviso, les voy a hablar de Por quién doblan las campanas, obra del escritor estadounidense Ernest Hemingway

Bien, supongo que al igual que les sucedió a muchos otros lectores noveles de Hemingway, el primer libro que completé de este autor fue El viejo y el mar, obra que ganó un Pulitzer en 1953 y de la que guardo recuerdos entrañables de noches de verano navegando con la única luz de las estrellas en aquel botecito junto a Santiago; el anciano pescador cubano que, en una lucha contra los elementos y la vida misma, trata de arrastrar hasta tierra un enorme pez, para así poner fin de una vez a su mala suerte. 

Obra entrañable, como digo. Y de la que encontré en Youtube un corto animado con subtítulos en español, ideal para que los lectores más jóvenes se vayan adentrando en la literatura. 





 


Sin embargo, si El viejo y el mar me pareció una novela corta hermosa y de excelente factura –creo que quien no ha leído a Hemingway tiene en esta novelita un excelente punto de partida-, Por quién doblan las campanas es una obra, sin duda, mayor. De esas que cuando la terminas la vuelves a colocar en la estantería y te dices que en un tiempo la volverás a leer y releer.

Novelón, en definitiva. Pero hablemos un poco más de qué trata Por quién doblan las campanas. 

Las primeras páginas nos traslada a través del tiempo hasta un día de mayo de 1937 en la sierra de Guadarrama, en el frente de Aragón, donde se libra una de las muchas batallas de la Guerra Civil Española (1936-1939). La misión a partir de la cual va a girar toda la trama es, en apariencia, sencilla: el dinamitero Robert Jordan, personaje que, al parecer, se basa en el profesor norteamericano Robert Merriman, quien no sobrevivió a la guerra y al que Hemingway conoció en Valencia, debe volar un puente en la sierra de Guadarrama para asestar un duro golpe al bando nacionalista, y en la víspera convive con un grupo de gitanos y guerrilleros que luchan por la supervivencia de la República. 


"Tanto se cuida la novela de no caer en la propaganda republicana, que Hemingway decide situar una de los capítulos más salvajes que jamás haya leído en el bando republicano"

A partir de ese punto, tal y como comenta Juan Villoro en el prólogo de la obra en la edición Debolsillo –la cual recomiendo-, Por quién dobla las campanas reconstruye el mural de la guerra civil a través de los afanes individuales de los guerrilleros –sus miedos, vicios, contradicciones, y motivos para seguir luchando-. Un mural, no obstante, que no cae en la simpleza de la novela propagandista, a pesar de que Hemingway era un apasionado de la causa republicana. De hecho, como resalta de nuevo Villoro, la novela “brinda uno de los primeros documentos sobre las traiciones y la inoperancia que liquidaron a quienes defendían el legítimo gobierno de España”. 

Incluso, a lo largo de las páginas, el lector será testigo de la lenta transformación del protagonista, ya que Jordan pasará de ser un comunista convencido a un combatiente escéptico, “que atestigua dobleces y confusiones”. 

Y tanto se cuida la novela de no caer en la propaganda republicana, que Hemingway decide situar una de los capítulos más salvajes que jamás haya leído –les aseguro que durante las más de 40 páginas del pasaje tuve la boca abierta, la respiración acelerada, y la garganta seca- en el bando republicano (los rojos) y no en el nacionalista. 



Con una mirada adiestrada –relata Villoro acerca del episodio- en los encierros de toros en Pamplona y los hospitales de la primera guerra mundial, Hemingway crea en el capítulo 10 una escena goyesca donde los enemigos de los rojos son asesinados con instrumentos de labranza. Stanton y Thomas consideran que el suceso se basa en una masacre ocurrida en Ronda (sur de España). Al borde de un peñasco, los vecinos matan a gente que conocen de toda la vida, con una crueldad enfatizada por la falta de armas (unos mueren a palos, otros son despeñados)”. 

La matanza es tan brutal que, incluso, quienes mandaron llevarla a cabo, no sobreviven a los efectos psicológicos de esa crueldad. De ahí que Pilar, republicana y verdadera líder del comando que debe volar el puente, ex amante de “tres de los toreros peor pagados del mundo”, y especialista en el arte de insultar, defina el horror de la siguiente manera: lo peor de la guerra “es lo que nosotros hemos hecho. No lo que han hecho otros”. 

Y con esa lapidaria frase de Pilar, Hemingway resume la ética de toda la novela: lo más dañino de los brutales actos de guerra y de la barbarie es que son propios, nuestros. De ahí que el autor lograra en ese pasaje estremecedor construir un alegato contra la violencia, incluso, como dice Villoro, “de quienes tienen razones para luchar”. 




No obstante, antes de terminar el comentario sobre esta obra de narrativa vertiginosa, que hace que sus más de 600 páginas se vayan como el viento, quisiera señalar que Por quién doblan las campanas no es, en mi opinión, un libro de guerra, como tal; es decir, todo transcurre en la Guerra Civil española, y sí hay acción bélica, pero no es una novela histórica sombre compañías y estrategias militares al estilo de Stalingrado o Berlin, del británico Antony Beevor. Obras, por cierto, ideales para adentrarse, casco y metralleta al hombro, y sin el riesgo de recibir una fatal esquirla de metralla en el cuello, por entre los cruentos pasajes de la Segunda Guerra Mundial. 


"Lo peor de la guerra es lo que nosotros hemos hecho. No lo que han hecho otros”

Pero Por quién doblan las campanas es más bien un libro sobre lo contradictoria que puede ser la vida, especialmente en tiempos de guerra; sobre el amor apasionado que no tiene mañana –dos días antes de tener que volar el puente, Robert Jordan se enamora perdidamente de la joven María, a quien hace la promesa, a sabiendas de que no podrá cumplirla, de ir con ella a Madrid cuando acabe la misión-, y sobre la camaradería de hombres que saben que van a una muerte segura. 

La historia, en definitiva, de hombres que, abandonados a su destino, ven pasar cuervos y aviones como presagios fatales, y que deben luchar por los otros hasta el fin. De ahí que Hemingway tomara el título Por quién doblan las campanas del poeta John Donne, quien en el siglo XVI escribió el poema Devotions Upon Emergent Occasions: 

“Nadie es una isla, completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo de continente, una parte de la tierra; si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia. La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti”.



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Como curiosidad, agregar que Por quién doblan las campanas fue interpretada en el cine por la pareja estelar Gary Cooper e Ingrid Bergman, y que grupos como Metallica o Bee Gees compusieron dos de sus temas inspirados en la genial obra de Hemingway:









Los libros del 2013:

El caso Bourne, Robert Ludlum
El Karma de vivir al norte, Carlos Velázquez
La Fiesta del Chivo, Mario Vargas Llosa
La Cacería, Alejandro Paternain
Kanikosen (El pesquero), Takiji Kohayashi
El gaucho insufrible, Roberto Bolaño
Miedo y asco en Las Vegas, Hunter S. Thompson
El gran Gatsby, F. Scott Fitzgerald
Tatuaje (Serie Pepe Carvalho), M.V. Montalbán
Nuestro hombre en La Habana, Graham Greene
Comandante: La Venezuela de Hugo Chávez, Rory Carroll
Chicas Kalashnikov, Alejandro Almazán
La Perla, Steinbeck
Ojos Azules, Arturo Pérez-Reverte
El hombre que fue jueves, G. K. Chesterton
El complot mongol, Rafael Bernal
Por quién doblas las campanas, Hemingway
La guerra del futbol, Kapuscinski
La vuelta al mundo en 80 días, Julio Verne
Los pájaros amarillos, Kevin Powers
El asesino de la carretera, James Ellroy
La parábola de Pablo, Alonso Salazar
De repente, un toquido, Etgar Keret
El viaje del Elefante, Saramago
Sueños de frontera, Antonio Collado
El fantasma de Canterville, Oscar Wilde