viernes, 9 de mayo de 2014

El alumno de Robert Capa



Ben Mione (izquierda) durante una maniobra militar con el Ejército de Estados Unidos.  



Con sincera admiración y respeto, a mi amigo Don Ben Mione...

“¿Y NO CONOCES a Bob Capa?” 

Don Benedetto Mione saca la mano del bolsillo del pantalón, se acomoda el largo mechón de pelo gris que le cae a la altura de la ceja, y camina apoyado en un bastón de aluminio por entre los pasillos de una librería que, cuenta algo nostálgico tras echar un vistazo, años atrás fue un cine en la Zona Rosa del DF. 

Tras la pregunta, mi silencio algo desconcertado le dibuja al corpulento ítalo-neoyorkino –pasa el metro ochenta de estatura- una sonrisa paternal en los labios. 

“¿No? –insiste sujetando ahora los tirantes azul marino que viste a juego con unos pantalones de tela del mismo color y por encima de una camisa blanca estampada con minúsculos cuadritos color vino-. ¿El nombre de Robert Capa no te dice nada?”. 

Me rasco la coronilla y, al fin, caigo en la cuenta al observar que Don Ben sostiene entre sus grandes manos un pesado ejemplar del libro La maleta mexicana, obra que reúne más de cuatro mil negativos de la guerra civil española que fueron tomados por los pioneros del fotoperiodismo Robert Capa, David Seymour y Gerda Taro. 

“Sí, ése. El photojournalist –dice remarcando la palabra en inglés mientras deja el libro sobre una mesa, moldea con ambas manos una cámara, y entorna el ojo izquierdo para poner a cuadro un lejano objetivo imaginario-. Bob Capa me invitó a trabajar con él hace muchos años, en la agencia Magnum de París. Él iba a ser mi maestro”. 

Con el recuerdo de aquellos días revoloteando por su memoria, Don Ben recupera el tono marrón-verdoso difícil de clasificar en su mirada y vuelve a sonreír con una mueca que le pronuncia aún más los contundentes pómulos de jugador de fútbol americano de la Universidad de Columbia. 

“Fue en 1952, en pleno proceso de la Guerra de Corea –recuerda en un perfecto castellano, y con un tono de voz ronca, penetrante, pero nítida-. En aquel entonces yo estaba haciendo mi servicio militar en las Special Forces, que años más tarde se convertirían en los Boinas Verdes”.




Tras la afirmación casi solemne, Don Ben se recarga en el bastón. Respira hondo y, como si acabara de recordar algo que exige su inmediata atención, comienza a caminar erguido y a buen paso, a pesar de que ya pasó la barrera de los ochenta, hacia la terraza del antiguo cine de barrio reconvertido en un café. 

Ya sentado a la mesa, ordena al camarero que por allí pasa con aire distraído un café americano que le sirven en cuestión de minutos, y acaricia con aire pensativo el tomo 1 de La maleta mexicana, observando con detenimiento a los cientos de personas que, desde la portada del libro, alzan al aire el puño izquierdo en una actitud de resistencia. 

Durante varios minutos Don Ben no dice nada. 

“El café –interrumpo sus pensamientos-, el café se le va a enfriar”. Pero él sigue escarbando en su memoria. Se toca el mentón bien rasurado y al fin abre el libro de par en par pasando la mano por las gruesas hojas que emanan un olor a tinta todavía fresca. 

“El hijo mayor de Hemingway fue mi compañero en el servicio militar –rompe súbitamente el silencio tras detenerse en el capítulo Censura y compromiso: corresponsales extranjeros en la Guerra Civil Española-. En ese momento yo era parachutist de las Fuerzas Especiales, y siempre llevaba conmigo –la dibuja con ambas manos, como si aún la llevara colgada al cuello- una cámara para tomar fotografías de los saltos que hacíamos en paracaídas. Entonces, él me dijo que su padre era muy amigo de (Robert) Capa y que, tal vez, podría ponerme en contacto con él para trabajar como fotógrafo en la agencia Magnum de París”. 

-¿Qué sucedió después? –le pregunto, mientras mi veterano amigo toca con el dedo índice una fotografía fechada en 1936 de Robert Capa, en la que puede apreciarse al general republicano Enrique Lister junto al autor de Por quién doblan las campanas en Mora de Ebro, en el frente de Aragón-. 

“En efecto, Hemingway hijo le habló de mí a Capa, quien me invitó a trabajar con él –por primera vez acerca despacio la taza de café a los labios y da un sorbo-. Pero me puso como condición que primero pasara un semestre estudiando en el Brooks Institute of Photography en Santa Bárbara, California, para luego reunirme con él en París, ya que Capa viajaría luego a cubrir la guerra de Indochina (hoy Vietnam) asignado por la revista Life. Así que el 1 de junio salí del Army y ya estaba montado en mi coche, para manejar desde Miami hasta la costa oeste y hacer ese curso de fotografía”. 






Robert 'Bob' Capa junto a Gerda Taro, en una foto de Fred Stein que aparece en la obra 'La Maleta Mexicana'.


A continuación, sonríe misterioso, mientras un repentino halo de renovada juventud le invade el rostro de prominente mandíbula y marcados pómulos. 

“Pero nunca llegué a Santa Bárbara” –da con cierta ceremonia un par de golpecitos metálicos en el borde de la taza, deja la cucharilla con sutileza encima de una servilleta de papel, y se explica sin perder la sonrisa-. “Cuando me alcanzó la noche en la carretera decidí pararme en uno de esos restaurantes. Ya sabes –gesticula con ambas manos buscando la palabra correcta-, uno de esos Dinner que se ven en las películas, donde una muchacha va hasta tu mesa y te sirve café. Entonces, pedí mi orden y para hacer tiempo agarré la revista Life que por allí estaba. Y en ese instante –recarga aliviado la espalda en la silla y traga saliva con los ojos muy abiertos-, en ese momento fue cuando la fotografía se acabó para mí”. 

De nuevo, el silencio. 

Don Ben hojea de soslayo el libro de fotografías y da otro sorbo de café.

“La revista contenía una serie de fotos que Capa estaba tomando en Vietnam y la última de ellas era otra… La de la tumba temporal de Capa, muerto el 25 de mayo de 1954 por una de las minas anti-persona en Thai Binh –apunta hacia el cielo-. Y yo tomé aquello como una especie de señal, que tal vez me estaba avisando de que no tomara ese camino. Y fue así –encoge los hombros, quitándole importancia al asunto-, cómo decidí no volver a coger una cámara de fotos”. 

Menea la cabeza, da una sonora carcajada y vuelve a encoger los hombros. 

“No… Realmente aquello no era para mí”. 


**** 




Lentamente, el sol se va hundiendo por entre las azoteas repletas de antenas parabólicas, dándole al espeso cielo de la Ciudad de México un tono anaranjado que cae en cascada sobre inmensas filas de coches que tratan de avanzar sin éxito. 

Don Ben, que por momentos agarra el bastón de aluminio y lo carga debajo del brazo para caminar más rápido por el sendero de la banqueta repleta de baches, observa a su paso los elevados edificios que la ciudad ha ido colocando con el paso de los años y comenta, de nuevo algo nostálgico, que tal hotel que hace esquina no existía en su época de cuando jugaba al squash con el entonces presidente de Coca-Cola México, Vicente Fox. 

 -¿No extraña la fotografía, Don Ben? –le pregunto mientras caminamos de vuelta a casa-. 

El ítalo-neoyorkino hace una parada aprovechando el rojo del semáforo. Por momentos respira con dificultad –“es por la altura del DF”, lamenta fastidiado, él que a los 70 años aún ganaba campeonatos de tenis-, se apoya en el bastón, y muy elegantemente se arremanga los puños de la camisa con esmero. 

“No, no… -alza la mano y hace un gesto de desdén al aire-. Yo ya hice las fotos que tenía que hacer cuando estuve en en el Ejército. Además, you know, ahora no es como en aquella época…”.

Mientras termina de pronunciar la frase, Don Ben se queda observando a una pareja de turistas –probablemente coreanos- que se detienen junto a las inmediaciones del Ángel de la Independencia y de inmediato sacan los smartphones y tablets apuntando hacia el monumento. Al ver la escena, Don Ben menea la cabeza de manera casi imperceptible y no puede evitar que una sonrisa se le dibuje en los labios. 

“¿Ya ves? –me da una palmadita en la espalda para indicarme que el semáforo ya está de nuevo en verde-. En estos días cualquiera puede tomar miles de fotografías con esos aparatos –me guiña un ojo, divertido-. Hoy todos pueden ser Robert Capa”. 

Y con una sonrisa suavizando las contundentes facciones de su rostro, Don Benedetto se apoya en el bastón y emprende de nuevo el camino de vuelta a casa.