martes, 30 de agosto de 2011

'Buceando en el silencio' II (última parte Ferry a Cozumel)


Por las gafas de buceo –las cuales no debí ajustar bien, pues una gruesa gota salada se desliza por la ceja izquierda hasta llegar al párpado- lo primero que pasa es un inofensivo pero enorme pez de ojos grandes y boca puntiaguda del cual desconozco su origen o especie. La impresión me hace de inmediato sacar la cabeza aunque enseguida vuelvo a sumergirme. A mi izquierda, a varios metros de profundidad, Carlos hace aspavientos con los brazos y me señala algo hacia el fondo blanco. Miro y una inmensa manada de peces payaso color azul revolotea alrededor de nuestro guía en busca del pedazo de tortilla de harina que éste trae en la punta de los dedos mientras bucea alrededor de unas tinas que, con el paso del tiempo, se han convertido en hermosos arrecifes llenos de corales. "Pues sí -sonrío bajo el agua-. Va a ser verdad que aquí los tiburones comen tortilla".

Durante varios minutos no vuelvo a la superficie para respirar aire libre de sal y yodo por la nariz. Poco a poco, noto que me voy haciendo con el control de mi torpe cuerpo. Cierro los ojos y floto boca abajo, libre. El silencio es infinito, eterno. Pom-pom. Pom-pom. Tan solo los fuertes latidos del corazón bombeando sangre caliente a las venas ávidas de oxigeno con que alimentar mis fatigados pulmones interrumpen el encanto de aquel silencio viejo y sabio como la historia de los océanos. Y así permanezco, con los brazos y las piernas extendidas durante varios segundos -¿o tal vez minutos?-, cuando, inesperadamente, una mano fría me toca el hombro. Abro los ojos enrojecidos por el efecto corrosivo de la sal y observo que la turista canadiense de cuarenta y tantos me señala algo hacia al frente. Giro la cabeza en la dirección que me apunta con el dedo índice y, ante la sorpresa, un poco de agua entra por los resquicios que dejan libres mis apretados dientes: a muy poca distancia, una siniestra hélice de una embarcación mediana da vueltas a muchas revoluciones por minuto y yo floto lentamente hacia ella. De inmediato, con el bombeo de mis aceleradas pulsaciones en la garganta, dejo la plácida posición horizontal en la que estoy y, usando los dos brazos como improvisados remos, golpeo con las palmas de las manos la corriente para cambiar la dirección de mi travesía.
A mí alrededor, todo son burbujas. Minúsculas burbujitas blancas de oxigeno que buscan la superficie por la que penetran los rayos de luz solar. Por momentos no veo nada. Trato de limpiar mi reducido campo de visión frotando el cristal de las gafas de buceo con los dedos. Las burbujas, compruebo, han desaparecido. Y de la manada de peces payaso que nadaban junto a mí abriendo y cerrando la boca –glu, glú- repetidamente tampoco hay ni rastro. Al fondo, a varios metros de distancia, la hélice de la embarcación sigue girando siniestra alejándose de mí.

Vuelvo a la superficie. Arriba, el aire me parece más puro y fresco que hace unos minutos. El sol, que durante prácticamente toda la mañana había lucido fuerte por encima de nuestras cabezas desnudas, se acaba de esconder tras una nube blanca. El mar, que es camaleónico, cambia de azul claro a gris oscuro. Me quito las gafas y el tubo, y comienzo a nadar ayudándome de las aletas de rana en dirección a La Tranca. Pancho Tequila, que nunca pierde la sonrisa, baja una pequeña escalera de acero inoxidable que hace chof al contacto con el agua y subo por ella con cierta dificultad. Exhausto, me seco la cara con una toalla y apoyo una pierna sobre la borda. "La boca me sabe a sal", comento con el capitán. Me rasco la barba mojada que últimamente se ha expandido descontrolada por mi cuello y le doy un largo trago a la cerveza.

A lo lejos, entre el infinito de la línea azul del horizonte y el buque fondeado de la naviera TransCaribe, una gaviota planea a ras de mar en busca de su presa.

jueves, 18 de agosto de 2011

Buceando en el silencio (Ferry a Cozumel, parte III)


Allá abajo todo es silencio. Un silencio hermético, sordo. Que provoca durante los primeros instantes que te sumerges una incómoda –pero controlable- sensación de claustrofobia que, poco a poco, en la medida que vas ganando confianza en un hábitat que no es el tuyo, se diluye con la misma rapidez que un cubo de hielo hace aguas en una copa de Captain Morgan para dar paso a una hermosa sensación de paz, tranquilidad, y de conexión contigo mismo y la colorida vida submarina que te rodea.

Pero dar el paso, o mejor dicho el salto –sobre todo si eres novato- no es tan sencillo como pareciera. En mi caso, estaba sentado sobre la borda de La Tranca, mirando hacia las aguas del arrecife Paraíso, cuando comencé a tragar saliva y a sentir una sensación de escalofrío acechándome, sigilosa, por la espalda. Al percatarse de la escena, Pancho Tequila, que gobierna con una mano el timón para mantener la embarcación a buena distancia de los submarinistas, sonríe y menea la cabeza. "Ya no le piense más, güero", me anima. "Aquí no hay mucha profundidad. Además –ahora la sonrisilla da paso a una sonora carcajada - piense que por estas aguas los tiburones solo comen tortilla de harina".

La broma me hace reír sin gana. Claro, je, je. Así que tiburones que comen tortilla, mascullo en voz baja llevándome la boca de la botellita de cerveza a los labios –el tour incluye hasta cuarenta 'ampolletas', además de aguas y refrescos- para apurarla de una vez, dejar el embase sobre la tapadera azul de la nevera dando un ligero golpe, y no posponer más la decisión de lo inevitable. "Está bueno don Pancho", le contesto con las aletas del cuarenta y cuatro ya calzadas, y las gafas con el tubo sobre la cabeza. "Voy a bajar". Así que, envalentonado por el trago recio de cerveza, le echo un último vistazo a la distancia que me separa del mar y pongo las dos piernas, ahora sí, fuera de la borda. Respiro hondo un par de veces, apoyo los antebrazos con fuerza, tomo impulso para no caer debajo del barco, y… fluashh. Me lanzo.

Abajo, sobre la superficie marina, nado con cierta torpeza hasta el pequeño grupo donde se encuentra el guía, Carlos, y la turista canadiense que a pesar de los nervios iniciales se desenvuelve bastante bien con las aletas. Como puedo, me coloco las gafas ajustándome el elástico por detrás de la cabeza y muevo las piernas y los pies para mantenerme a flote. Al principio, la sensación me agobia. De manera instintiva respiro profundo por la nariz y nada de aire llega a mis pulmones. Me sofoco. Abro la boca y trago aire. En mi pecho las pulsaciones aumentan con cada segundo que pasa. Coloco el tubo de plástico entre los incisivos e intento relajarme haciendo la señal de okey a Carlos para restarle tensión al asunto. "Ahora sí", me digo. Doy una larga brazada y me hundo despacio. El agua me inunda los oídos y ante mis ojos todo adquiere un color azul verdoso. Estoy viendo el fondo marino.

jueves, 4 de agosto de 2011

Capitán 'Pancho Tequila' (Ferry a Cozumel, parte II)


La travesía es corta. Cuarenta minutos de leve balanceo, como mucho. Sobre la cubierta, el grupo de salsa que tocaba en directo con alegría y sabor caribeño la canción Amor de mis amores –tal vez para que algunos se olvidaran durante un rato de la incómoda sensación de mareo- recoge sus instrumentos y los van introduciendo en sus respectivos estuches en espera del siguiente Ferry que vaya de vuelta a Playa del Carmen, mientras tanto, los tripulantes comenzamos a descender por las escalerillas de metal en una ordenada fila.

En tierra firme lo primero que veo a varios metros en dirección al Este es un buque fondeado de considerables dimensiones de la naviera TransCaribe. Por algún motivo, el barco me llama la atención. Así que tomo la cámara, cambio como puedo el gran angular por el teleobjetivo de trescientos milímetros, abro ligeramente el obturador, clic, clic, selecciono el tiempo de exposición adecuado hasta equilibrar el nivel de luz en el exposímetro digital y le tiro un par de fotos estirando el zoom lo máximo posible. Flash, Flash, y listo. Me coloco de nuevo la Sony al hombro -la primera instantánea queda algo oscura pero la segunda es aceptable- y camino por el muelle haciéndome paso casi a empujones entre los diferentes stands y el gentío que me aborda ofreciéndome servicios turísticos hasta que, al fin, encuentro la compañía que contraté el día anterior en la Quinta Avenida, en un puestecito que hay cerca del embarcadero. Doy los buenos días, pago los veinticinco pesos mexicanos que el Parque Nacional de Arrecifes de Cozumel exige para poder bucear en sus aguas transparentes y me piden que, por favor, espere hasta que llegue la embarcación que, tras previo pago de trescientos cincuenta pesos regateados al máximo –incluye también viaje alrededor de la isla en una moto scooter- me llevará a explorar los fondos de tres hermosos arrecifes: Paraíso, Chankanaab y Palancar.

Don Francisco, o Pancho Tequila –así lo llama entre risas su segundo de a bordo- es el capitán al mando de La Tranca. Una embarcación de bandera mexicana con fondo de cristal de no más de diez metros de eslora, con los rótulos y matrícula ya desgastados de tanta batalla, y propulsada por un motor fueraborda Yamaha de cuatro tiempos y doscientos caballos de potencia, que se va abriendo paso lentamente por el mar en calma –pof, pof, pof- hasta llegar al pequeño muelle donde espero junto a otras ocho personas tomando el sol y observando curioso, como hacía cuando era niño, los nombres de otras embarcaciones –el Linda, el Wild Cat, el Oswaldo…- que permanecen casi inmóviles amarradas a tierra.

Ya estamos a bordo. Un total de tres españoles, cuatro mexicanos y una turista canadiense de unos cuarenta y tantos años largos que afirma sentirse "very nervous" porque va a ser la primera vez que se zambulla en mar abierto con unas aletas y gafas de buceo, formamos el grueso de la tripulación dirigida por aquel patrón de piel tostada hasta la planta de los pies y pelo negro algo rizado, que fuera hace años empleado de la petrolera Pemex allá en la plataforma de aguas cálidas de Coatzacoalcos, en el estado jarocho de Veracruz.

Son las once y cuarto de la mañana y, al parecer, todo está en orden. Don Pancho Tequila intercambia, con el microfonillo del radio pegado a la boca, un par de comentarios ininteligibles con alguien que probablemente esté dirigiendo las maniobras sobre suelo firme y se mueve con agilidad por la cubierta de La Tranca retirando las boyas protectoras de color naranja descolorido. "Tenemos luz verde y buena mar", afirma mirando a su segundo con esa sonrisa blanca acentuada por el contraste con el bronceado marino y la playera de una marca de cerveza que viste, mientras, muy despacio, comienza a virar todo a estribor para, en pocos minutos, ganar el mar abierto rumbo al arrecife 'Paraíso'. Ahora sí, "estamos listos para zarpar".