viernes, 25 de enero de 2013

Crónicas desde la antesala del infierno (Parte 3: 'La Bestia' era su única esperanza)




María, Morena y Wilfredo, a la espera en Tierra Blanca de que llegue 'La Bestia' para continuar con su camino hacia Estados Unidos. 


"No es bonito pasar hambre, ni tampoco que te bajen a la fuerza del tren y te apunten con una pistola en la cabeza para violarte". Este es el relato de Morena, una salvadoreña que forma parte de esa escalofriante estadística que apunta que entre seis y ocho de cada 10 mujeres a su paso por México son obligadas a pagar con sexo una parte del precio del pasaje.

Aquí la tercera y última parte de la crónica en Tierra Blanca, uno de los lugares más violentos para los migrantes procedentes de Centroamérica que buscan alcanzar los Estados Unidos. 

(Pd: Agradecimiento especial para mis compañeros Jesús Lazcano, Víctor Hugo Soto, y Don Nacho Nieto, sin ellos esta crónica no hubiera podido contarse)


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AMPARADA BAJO la sombra raquítica que le ofrece la copa de un árbol, María descansa taciturna y tumbada en el suelo sobre un par de cartones aguados por el relente de la noche, mientras Wilfredo y Morena permanecen en silencio con el gesto apesadumbrado y la mirada fija en el incierto camino que tienen ante sí. 

A su lado, un perro de morro fino lleno de canas, ojos lánguidos pero fieles, y el pelo blanco moteado con grandes manchas negras repartidas por una pequeña anatomía de huesos pegados a la piel, que deja entrever una vida famélica de botes de basura y mucho deambular, imita a sus improvisados compañeros de viaje y descansa sobre el suelo fresco y arcilloso, dejando escapar de vez en cuando largos y sentidos suspiros, al tiempo que espanta con el rabo un par de moscas que no se cansan de incomodarlo.

A la llegada del periodista nadie dice nada.

Ni siquiera el canino refunfuña un ladrido de advertencia ante el extraño que se aproxima por un costado de la vía, ni hace ademán alguno de levantarse sobre sus patas huesudas.

Todos permanecen en un silencio que rezuma incertidumbre. 

"Hemos pasado lo que no se imagina –suelta Morena a modo de saludo-. La noche del 24 de diciembre estuvimos ahí tirados en el suelo de la estación, no traíbamosni dinero, ni comida. Aunque, gracias a Dios, alguien llegó para regalarnos un poco de alimento y hasta calcetines limpios. Y la verdad, hasta contenta se pone una de que le den un pedacito de pan para comer. Porque esto es sufrido, ¿eh? Muy sufrido. No es bonito pasar hambre, ni ir ahí arriba –señala a un kilométrico convoy al que unos mecánicos con los brazos llenos de grasa hasta los codos dan mantenimiento-, ni tampoco que te bajen a la fuerza del tren y te apunten con una pistola en la cabeza".  


“No es bonito pasar hambre, ni tampoco que te bajen a la fuerza del tren y te apunten con una pistola en la cabeza para violarte”
Morena es salvadoreña. De treinta y pocos años de edad, estatura media y algo regordeta. Su piel es del mismo color que su nombre de pila, tiene una forma de hablar que destila verborrea y es padre y madre de tres hijos, a quienes recuerda con remordimiento por haberlos dejado atrás.  

"Cuando vieron que me marchaba sin ellos, solo me dijeron: 'Vamos a rezar y a pedir para que usté pase bien del otro lado, mamita", asegura con la voz resquebrajada y los ojos verdes muy abiertos. "Pero es que si usted viera… –vuelve de nuevo a su tono de voz agudo, chirriante, para explicar, o tal vez justificar, el por qué de su decisión- La vida está muy dura allá. En El Salvador se gana en dólares y en dólares se gasta. Fíjate que en mi país un sueldo mínimo está en cinco o seis dólares diarios. Y si el plato de comida te cuesta dos, más el desayuno, el almuerzo y los pasajes para ir al trabajo… ¿cuánto te está quedando? – hace cálculos con los dedos- ¿Dos dólares diarios? ¿Uno? ¿Y con eso cómo puedes mantener a tres hijos? No se puede –menea la cabeza, contrariada-. Porque antes, cuando estaban pequeños, medio la podía hacer uno con un par de huevitos y unas tortillas. Pero ¿y ahora que necesitan ropa y estudio?".

"Simplemente, el dinero no alcanza –la interrumpe Wilfredo, también natural de El Salvador y padre de tres hijos, aunque fruto de un "hogar anterior" a su relación con Morena-. Yo allá era guardia de seguridad –patea una piedra con desgana y mete las manos en los bolsillos del pantalón-. Ganaba unos cien dólares a la quincena. Pero ahorita en mi país cien dólares no es nada. Me duraban tres, cuatro días. Pero… ¿y los demás días?". 


Hasta 1,1 millones de salvadoreños residen hoy en el territorio de EU, ubicándose en segundo lugar dentro de la comunidad latina en aquel país. El primer lugar lo ocupa México. //Foto: Jesús Lazcano, periodista El Mundo de Córdoba


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CIENTOS DE MILES de personas en toda Centroamérica se preguntan en este momento lo mismo que Wilfredo. Aunque, desde luego, la situación no es nueva. Factores como el aumento de la pobreza, la disparidad de salarios, el desempleo, los diferenciales en expectativas de vida y la brecha educativa, que es cada vez mayor, han estado directamente relacionados con la migración en todo el mundo desde tiempos inmemoriales, aunque de una manera especial en naciones centroamericanas como El Salvador, Guatemala y Honduras, las cuales arrojaron en el año 2008 unos alarmantes índices de pobreza del 47.5%, el 54.8% y el 68.9% respectivamente, de acuerdo con el estudio Panorama Social de América Latina 2010, generado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL).  

En el caso específico del país de Morena y Wilfredo, la evidente correlación entre la pobreza y la poca o nula esperanza de salir de ese estado, la inestabilidad social, la inseguridad permanente, la escasez de empleos atractivos, la frustrante falta de oportunidades para jóvenes y emprendedores, los niveles de desigualdad –lo que también fomentó en gran medida el surgimiento de pandillas como la ya mencionada Mara Salvatrucha o su antagónica, Barrio 18-, así como el resurgimiento de confrontaciones políticas fruto del conflicto armado entre el Ejército y grupos insurgentes en la década de los noventa, ha obligado a miles de personas a migrar en masa hacia los Estados Unidos y en menor medida a Canadá.


“Nosotros nos hemos venido sin conocer a nadie del otro lado; hemos llegado hasta México por la pura misericordia de Dios”
Estos factores se han visto agravados en la actualidad debido a la desaceleración de la economía a partir de la crisis que vivió El Salvador en 1996, la caída del precio del café y la baja rentabilidad del campo, los estragos del huracán Mitch en 1998 –el cual también afectó la economía de los países vecinos de la zona-, los dos terremotos del 2001, la actual ola de delincuencia que azota las calles de prácticamente todo el territorio, así como las crecientes historias de éxito de personas que optaron por migrar en décadas anteriores. Lo que a su vez ha provocado que, de acuerdo con el reporte Inmigrantes Salvadoreños en Estados Unidos, elaborado por el Instituto de Políticas de Migración (MPI), hasta 1,1 millones de salvadoreños residan hoy en el territorio de las barras y las estrellas –California y Texas son sus principales destinos-, ubicándose en el segundo lugar dentro de la comunidad latina en aquel país, en la cual México, con 11,4 millones de inmigrantes, constituye el grupo mayoritario.

Sin embargo, a pesar de esas "historias de éxito" de indocumentados que consiguieron franquear la frontera por alguno de los resquicios que ofrece la noche y el desierto, entrar a Estados Unidos se está tornado cada vez más complicado y, sobre todo, peligroso, debido principalmente al férreo control fronterizo aplicado con puño de hierro desde Washington –tan solo en el mes de enero de 2012 fueron deportados 1,251 salvadoreños, según datos de la Dirección General de Migración y Extranjería de El Salvador-, y a la terrible situación de violencia estructural que padece México como consecuencia de la guerra contra el narcotráfico, que suma hasta la fecha algo más de 60 mil muertos.

Datos que, aunado al miedo que manifiestan los indocumentados a ser secuestrados o asesinados en masa a su paso por el país azteca –la noticia de la masacre de 72 indocumentados en San Fernando, Tamaulipas, aún está recorriendo el mundo- han contribuido a que el número de salvadoreños que emprenden la travesía por territorio mexicano para llegar sin documentos a Estados Unidos haya caído de manera dramática, señalan al respecto cónsules de El Salvador asignados a este país, de acuerdo con una información publicada por el diario Los Ángeles Hoy.

"Nosotros nos hemos venido sin conocer a nadie del otro lado, la mera verdad –admite Morena-. Pasamos por Guatemala y hemos llegado hasta aquí por la pura misericordia de Dios, confiando en Cristo y en la Virgencita de Guadalupe", se lleva la mano al pequeño amuleto que lleva colgando por fuera de la camiseta amarilla de tirantes que viste, y añade con la primera sonrisa que ofrece a lo largo de la plática: "Aquí la cargo siempre conmigo, nunca me la quito. Le tengo mucha fe a La Guadalupe".

Por su parte, Wilfredo, que tiene el pelo negro ligeramente rizado, una prominente mandíbula propia de un boxeador súper-welter, pómulos duros y angulosos muy marcados, los ojos negros y profundos, y viste una camiseta color verde olivo con la cara de Jesús grabada en la espalda junto al emblema Yo soy el camino, ven y sígueme, asegura sin reparos que ya sabían que "México está muy peligroso ahorita".

"Lo que sucede –afirma circunspecto mirando de nuevo hacia ninguna parte y con los delgados pero fibrosos brazos cruzados a la altura de la boca del estómago- es que la necesidad en El Salvador es tanta que no nos quedó de otra que subirnos al tren".

En otras palabras: La Bestia era su única esperanza.


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Entrar a EU se está tornando cada vez más complicado y, sobre todo, peligroso, debido al férreo contro fronterizo aplicado desde Washington, y a la terrible situación de violencia que padece México como consecuencia de la 'guerra contra el narcotráfico'. //Foto: Jesús Lazcano. 


"Veníamos del ferrocarril que sale de Arriaga. Fácil íbamos arriba unos doscientos hombres y solo cinco mujeres –cuenta Morena y señala a María, la hondureña de 23 años de edad que permanece muda recostada sobre los cartones y entre varios vasos desechables de papel que contienen restos de comida corrida-. A ella la conocimos la noche de antes de partir, en el albergue. Venía con un muchacho, pero iba todo el rato drogado y maltratándola. Así que decidió dejarlo y, como nos hicimos muy amigas, siguió el viaje con nosotros".

Hasta ahí todo bien, afirma.

Sin embargo, pronto las cosas empezaron a torcerse.

Pasando la llamada garita de la arrocera –muy conocida entre los indocumentados que se avisan unos a otros de los puntos más peligrosos del camino- el tren bajó de golpe la velocidad, señal inequívoca de que algo malo estaba pasando. Desde arriba vieron a lo lejos que había una camioneta con un hombre que traía una pistola.

"Me asusté mucho, porque ya nos habían dicho que los maquinistas se entienden con Los Zetas. Me dio miedo, creo que todos teníamos mucho miedo en ese momento".

Y así sucedió.


 ”Los maleantes se subieron al tren y nos bajaron a los golpes. A los hombres los pateaban y golpeaban con las armas, y a mí me llevaron lejos de las vías para violarme”
Pocos metros más adelante, después de que aquel hombre armado le hiciera unas señales al maquinista con las luces del vehículo, el tren se detuvo a sus pies, en seco. En pocos segundos, más camionetas con gente armada arriba de las bateas empezaron a rodear el ferrocarril. 

"Salieron de todas partes –recuerda con los ojos cansados y el rostro moreno completamente lívido-. Se subieron y nos bajaron a los golpes. Nos empezaron a gritar pura grosería, a los hombres los pateaban y golpeaban con las armas, y a mí me llevaron lejos de las vías para violarme y me pusieron una pistola en la cabeza… No me quedó más remedio –asegura de nuevo con la voz rota- que llorar, suplicar y pedir a ese muchacho que se acordara de su propia madre que también es mujer". 

Detalle éste que, tal vez, la salvó de ser violada y puede que posteriormente vendida a algunos de los tugurios que en la zona fronteriza del Sur compran mujeres centroamericanas para su explotación sexual.

"Gracias a la Virgencita no me hicieron nada. Pero me golpearon –se levanta un poco la camiseta de tirantes y muestra un moretón, resultado, dice, de una fuerte patada- y nos quitaron el poco dinero que teníamos. Tuvimos que seguir el camino pidiendo limosna".


Entre seis y ocho de cada 10 mujeres a su paso por México son obligadas a pagar con sexo una parte del precio del pasaje
A pesar de lo ocurrido, Morena sabe que contó con suerte –aunque insiste que todo se debió a una intersección de carácter divino-. Suerte que no tuvo su propia prima, la cual, según comenta compungida, fue atacada brutalmente por varios tipos. Como también lo fueron otras miles de migrantes -adolescentes y niñas incluidas- que forman parte de esa estadística escalofriante que asegura que entre seis y ocho de cada 10 mujeres a su paso por México son obligadas a pagar con sexo una parte del precio del pasaje.


De hecho, de acuerdo con el informe Víctimas Invisibles: Migrantes en Movimiento en México, elaborado por Amnistía Internacional, "el peligro de violación es de tal magnitud que los traficantes de personas muchas veces obligan a las mujeres a administrarse una inyección anticonceptiva antes del viaje, como precaución contra el embarazo derivado de la violación". Esa inyección contiene Depo-Provera, un compuesto anticonceptivo que impide la ovulación durante un periodo de hasta tres meses con unos niveles de eficacia cercanos al cien por ciento. Motivo por el cual es vendido sin restricciones en las farmacias centroamericanas, donde es tristemente conocida como "la inyección anti-México". 



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El peligro de violación es tan grande que los traficantes de personas obligan a las mujeres a administrarse una inyección anticonceptiva antes del viaje, a la cual se la conoce como 'inyección anti-México'


La siguiente parada de La Bestia es Ciudad Ixtepec, un municipio del Istmo de Tehuantepec en el estado de Oaxaca, de apenas 24 mil habitantes, pero de gran importancia estratégica para los grupos criminales que se disputan el territorio, puesto que se trata de un punto de convergencia entre el Océano Pacífico, el Golfo de México y los flujos migratorios que proceden del Sur.

De ahí partieron sin incidentes hasta llegar a Medias Aguas, ya en el estado de Veracruz, donde tuvieron que dormir en la línea del tren "porque ya no traíamos ni cinco".

"Una señora nos puso a desgranar un saco de maíz y nos dio treinta pesos para cinco personas", Morena hace referencia a ellos tres y a otros dos migrantes, de los cuales uno siguió el camino por su cuenta, y el otro los invitó a ir al Puerto de Veracruz.

"Decía que conocía a unas personas allá, que nos podía dar trabajo, y con la necesidad… Además parecía una persona buena. Yo lo quería como un hermano", cuenta.

Pero pronto se percataron de que la realidad era otra.


"Ese muchacho nos engañó. Y hasta secuestrados nos llevaba sin nosotros saberlo", lamenta Wilfredo con el ceño fruncido. Aunque a la hora de llevarlos, probablemente a una casa de seguridad ubicada en las afueras de la ciudad para entregarlos a sus nuevos captores, cree que el corazón se le ablandó en el último instante: "A la larga se arrepintió porque se llevaba muy bien con mi señora. Desde Tapachula ella se portó muy bien con él, le venía lavando la ropa, después de que nos robaran en la arrocera ella pedía y lo poco que conseguía para la comida lo compartía también con el muchacho. No sé –titubea mirando la vía-. Quizá prefirió dejarnos en el malecón porque, de alguna forma, es un lugar concurrido y menos peligroso". 

"Antes de dejarnos tirados –recuerda Morena, como si aún se resistiera a creerlo-, me abrazó y me dijo: 'Te quiero mucho amiga, como a una hermana'. Pero la verdad… yo estoy convencida de que él iba a entregarnos para que nos secuestraran. Estoy segura".

"De plano –concluye Wilfredo-. Porque para que nos dejara tirados allí… es lógico. ¿O qué más puede pensar uno, pues?", se pregunta. 

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Estación del tren de Tierra Blanca, Veracruz (México). 

UNO DE ESOS VENDEDORES ambulantes que van arriba de un triciclo destartalado vendiendo tortas, tacos de canasta y refrescos de varios sabores, se aproxima lentamente por entre las inmediaciones de un caserío rural con aires de abandono que hay a pocos metros de distancia de donde se encuentran los indocumentados. Viene con la lengua afuera y la cara echa un poema; dando sufridas pedaleadas y con el sudor cayéndole a chorro a pesar de que el changarro que transporta con un esfuerzo de titánicas dimensiones viene equipado con una sombrilla tamaño familiar que lo cobija del sol.

Al fin, épico, corona la meta.


Toca un par de veces una estridente bocina –moc, moc- y muestra la mercancía que lleva en el interior de una canasta de mimbre cubierta únicamente por un mantel de tela, al mismo tiempo que abre la tapadera de una nevera azul repleta de hielo y empieza a recitar de carrerilla la lista de precios y de refrescos disponibles.

- ¿Cómo tomaron en tu casa la decisión de marcharte a Estados Unidos? –se le cuestiona a Wilfredo después de comprar algo de comer e intercambiar un par de comentarios rutinarios acerca de este sol de pesadilla que cae sobre Tierra Blanca con el vendedor que ya va de regreso, jadeante, montado en su triciclo.

- Cuando le dije a mi madre que me iba pal Norte se quedó mal, claro –afirma cabizbajo y a punto de dar la primera mordida a la torta-. Hace no mucho que hablé a mi casa y me dijeron que está muy mal porque no sabe de mí. Y porque mucha gente que también ha salido para allá le ha contado todo lo que pasa uno en el camino.


“A mi sobrina la secuestraron; le pedían que pagara cuatro mil dólares para que la dejaran libre. Si no, decían que le iban a cortar dedo por dedo hasta que pagara”
- ¿Tienes familia en Estados Unidos?

- Sí, una sobrina. Vive en Los Ángeles. Ella fue la que llamó a mi madre y le dijo que no  viniera. Que se pasa muy mal. Demasiado.

- ¿Por qué le dijo eso?

- Porque cuando ella cruzó, hace como cuatro años, sí la secuestraron Los Zetas. A ella y al grupo con el que marchaba. Los llevaron a una casa de seguridad y a mi sobrina le pedían que pagara cuatro mil dólares para que la dejaran libre. Si no… -mira a los ojos de su interlocutor sin pestañear-, si no decían que le iban a cortar dedo por dedo hasta que pagara. La familia lo pasó muy mal, aunque gracias a Dios el tipo que los cuidaba se quedó dormido y se pudieron escapar. Tuvieron suerte.

- Después de lo que os sucedió en Arriaga arriba de La Bestia… ¿aún tienen ganas de seguir adelante?

- Mira, en todas partes vas a encontrar gente mala –toma el turno de respuesta Morena-. Da igual dónde estés. Pero así como encuentras gente mala, también encuentras gente muy buena. En el tren veníamos cinco mujeres y más de doscientos hombres. Y todos esos hombres nos han cuidado. Hemos dormido a la par de ellos, todos así, en línea, y nos hemos ayudado unos a otros. Incluso, venía un muchacho que decía que era de la Mara Salvatrucha. Y nos dijo: 'yo no voy a dejar que nadie os toque'. ¿Pero, por qué? –Cuestiona antes de reafirmar por enésima vez su fe católica-. Porque uno viene confiando en Dios –apunta al cielo-. Mientras haya sentimientos buenos dentro de uno, el Señor a uno nunca lo desampara. Y mientras uno actúe de buena fe con la gente, de buena fe actúa la gente con uno. Eso es así.

- En el tren venían muchos muchachos que sí nos echaron la mano –confirma Wilfredo las palabras de su pareja-. Ella venía grave, con mucha calentura por el frío. Y algunos que decían ser pandilleros, o yo no sé la verdad, se portaron muy bien con nosotros. Esa es la verdad. Incluso, en una media estación que hacía el tren, se bajaron y nos consiguieron comida. Eso nos ayudó mucho. Y siempre nos decían que si había cualquier 'onda' que les gritáramos, que ellos nos defendían. Todos nos ayudamos en el tren. Como hermanos.


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Plac, plac.

De nuevo, el sonido mecánico del obturador abriéndose y cerrándose a una velocidad de un disparo por cien centésimas de segundo, congela la imagen de los tres migrantes en el visor de la pantalla. María, que sigue sin pronunciar palabra, evita el objetivo de la cámara y ladea la vista, tímida, hacia Wilfredo, el cual, en un gesto lacónico mira meditabundo hacia el suelo que pisa, mientras Morena es la única que mantiene la sonrisa y los ojos bien abiertos y fijos en el lente que parpadea con cada shoot.

"¿Esta foto la van a ver mis niños?", pregunta divertida la salvadoreña, apoyada sobre los fierros de uno de los vagones que hay sobre la vía, al tiempo que se acicala la cola que le sujeta el cabello, se restriega con ambas manos los restos de legañas que aún anidan en los lagrimales después de haber dormido muy pocas horas la pasada noche, y trata de estilizar todo lo que puede la figura.

Tras la sesión fotográfica, María –o Mary, como la llaman sus dos compañeros- camina de vuelta cabizbaja hacia la sombra del árbol y la humedad de los cartones junto al perro que da profundos suspiros y que ahora mueve la cola al verla regresar, mientras Morena y Wilfredo continúan con la espalda apoyada en uno de los vagones del convoy y se susurran, abrazados, algo al oído.

"Nunca había tenido un hombre cariñoso como él, que acepte a mis hijos", suelta  repentinamente Morena, abrazada de Wilfredo, como si hubiera adivinado la duda, o sospecha, que desde hace rato lleva rumiando la mente del periodista:
¿Realmente son pareja, o se tratará de uno de esos matrimonios de conveniencia tan frecuentes en las vías del tren, en los que la mujer ofrece favores sexuales a otro migrante a cambio de que éste la proteja durante lo que dure el trayecto hasta la frontera?


“En el camino se sufre terrible, lo que nadie se imagina. No es lo miso que alguien te lo cuente… a que tú lo vivas allá arriba”
"Allá, en El Salvador, los hombres no ven la manera de cómo hacerle el mal a una –lamenta, amarga-. Fíjate que uno me abandonó después de ocho días de nacido mi primer hijo. El otro me dejó de once meses del segundo, pero yo luché con todo y eso. Y ahí tengo a los tres juntos. Pero igual después me quise acompañar y me salió muy mal la persona. Me quería golpear a los niños; yo trabajaba en dos casas a la vez, hacía de todo por darles a mis hijos lo que necesitaran. Pero con todo y eso de que él me los maltrataba, yo me los llevaba y trabajaba con ellos: vendía en las calles, en los semáforos, en las carreteras. Después, aquel hombre embarazó a otra muchacha y ya fue cuando decidí dejarlo".

Así, hasta que conoció a Wilfredo.

"Con él ha sido muy bonito –lo besa en la mejilla-, porque ha sido para mis hijos como el padre que nunca tuvieron. En el poco tiempo que estamos juntos se los ha ganado. Lo quieren mucho".

Lo rodea con los brazos el cuello y lo vuelve a besar, dulce.



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EL RELOJ MARCA algo más de las tres de la tarde y los centroamericanos comienzan a meter en las mochilas apresuradamente los pocos enseres que portan consigo –algo de ropa, un poco de agua en botellas de coca cola, y los vasos con restos de comida-. Hace unos minutos que las angostas piedras que hay desperdigadas por el suelo han comenzado a titilar sutilmente. A lo lejos se alcanza a escuchar un silbido agónico y un rugido grotesco, gutural, acercándose muy lentamente. El tren, esa Bestia que va con dirección hacia Orizaba en su kilométrico viaje hacia el Norte, puede llegar de un momento a otro. Así que, ante la inminencia de lo que está por llegar, la pareja se aferra de nuevo en un abrazo que parece eterno y no deja de besarse a unos prudenciales metros de distancia de donde se encuentra Mary y el perro de ojos lánguidos y anatomía famélica.

Morena llora en el hombro de Wilfredo.

Instantes después, se separan y ambos comienzan a caminar en silencio con un gesto adusto que les emborrona el rostro.

Ha llegado la hora de continuar el viaje, comentan. "Pero esta vez por separado".


“Para llegar a lo bueno, primero tienes que sufrir: y yo estoy dispuesto a pagar aquí ahorita lo que tenga que pagar en el camino para llegar hasta Estados Unidos”
"En el camino se sufre terrible –dirá minutos más tarde Wilfredo tras dejar a Morena en la central de autobuses de Tierra Blanca y emprender el trayecto de vuelta al patio de carga para esperar el tren que lo lleve hasta Querétaro, lugar donde "unos señores" le prometieron un trabajo y un cuarto donde vivir-. Se sufre lo que nadie se imagina. No es lo mismo que alguien te lo cuente, a que lo vivas allá arriba. Es duro dormir en el suelo. Y más aún cuando uno se predispone a traer a la mujer, entonces es mucho más terrible todavía. Porque uno solo, pues en fin, ya ve qué hace: si se tira del tren, corre por el monte, o ya ve qué es lo que hace para salvar la vida. Da igual. Pero cuando vas con tu mujer, es muy diferente. Por eso –mira el suelo y puntea de nueva una piedra que sale disparada y haceclank al chocar con el riel de la vía- lo mejor es que ella se regrese a El Salvador a cuidar de sus hijos, que es lo que la está atormentado a ella. Y no es porque no la quiera; ella sabe que no es eso. Los dos venimos llorando todo el día desde que tomamos la decisión porque cuando uno quiere a alguien, cuando uno adora a alguien, cuesta mucho separarse de esa persona. Es muy duro para mí dejarla ir, pero… -traga saliva- es lo mejor.

- ¿Y ahora qué piensas hacer?, pregunta el periodista al verlo deambular por las vías del tren ya con la única compañía de aquel perro, y de María, que ha decidido continuar el camino, en silencio.

- Tengo fe en que estos señores de Querétaro sí me van a ayudar –contesta de inmediato, intentando, tal vez, convencerse a sí mismo-. Me han prometido que me van a meter a trabajar y que me van a pagar doscientos pesos diarios. Entonces, hago la cuenta y en cinco días voy a ganar mil pesos, que son como cien dólares, ¿y en cuánto tiempo gano eso en El Salvador? Además, allá me han prometido que no voy a pagar casa. Me está costando, pues –hace una pausa-. Pero como dicen: para llegar a lo bueno, primero tienes que sufrir. Yo estoy muy consciente de eso. Y estoy dispuesto a pagar aquí ahorita lo que tenga que pagar en el camino para llegar hasta allá y luego mandarla a traer junto con sus hijos. Sé que es un compromiso que me estoy echando encima –se ajusta la mochila a la espalda, listo para empezar a correr y abordar a La Bestia en cualquier momento-. Pero lo voy a conseguir –esboza una sonrisa-. Cueste lo que cueste. 


**Esta crónica fue publicada originalmente en el portal de noticiasAnimalPolítico.com y en la publicación colombiana de periodismo narrativo'Revista Sole'. La reproducción parcial o completa del texto, así como de las fotografías, queda sujeta al previo consentimiento del autor (para contactarme lo pueden hacer a @ManuVPC)

miércoles, 16 de enero de 2013

Crónicas desde 'La Antesala del Infierno' (Parte 2: Salvadores de Migrantes)

Migrantes a su paso por Tierra Blanca, Veracruz. 



No hay palmeras ni espejismos... pero en el infierno de Tierra Blanca también hay un oasis. Una purificadora de agua -qué mejor metáfora- regentada desde hace varios años por un matrimonio hace las veces de refugio para cientos y cientos de indocumentados que, a diario, llegan a este municipio veracruzano aferrados a los hierros de La Bestia para continuar con su particular ruta hacia la frontera con Estados Unidos. Esta es la segunda parte de 'Crónicas desde la Antesala del Infierno'. 


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LAS NOTAS DEL ACORDEÓN que componen la melodía de un nuevo corrido fluyen por el altavoz del teléfono celular de Jorge para diluirse progresivamente con cada pisada al frente. 

"Yo tengo fe en tu memoria –se alcanza a escuchar a lo lejos- y siempre me has protegido/ mis cargamentos me llegan sanos a Estados Unidos/ Por eso tú eres Malverde/ Mi santito preferido". 

En pocos minutos Miguel y Jorge, y los otros dos migrantes que no quisieron hablar –uno de ellos es un tipo de gesto sombrío que permaneció durante toda la entrevista acostado sobre una colcha, con los ojos ocultos bajo la visera de una gorra y con la mano derecha en alto para evitar que se manchara el aparatoso vendaje que la envolvía por completo- se quedan atrás, al amparo de la interminable fila de vagones que hay estacionados en el llamado patio de carga, un hangar al aire libre de varios kilómetros donde los operarios de la compañía Ferrosur dan mantenimiento a los trenes que desfilan cada hora por este punto de paso obligado para todo convoy que se dirija al Norte, y por el que se calcula transitan en un solo día hasta tres mil indocumentados a lomos de La Bestia

Sin duda una cifra demasiado jugosa para los cárteles del crimen organizado, los cuales han lanzado especialmente en los últimos tiempos auténticas oleadas de secuestros y asesinatos en esta zona tristemente considerada como la más peligrosa dentro de la llamada ruta del migrante. Situación que, a su vez, ha obligado a que varios destacamentos del Ejército mexicano se instalen permanentemente en la ciudad, y a que reconocidos activistas como el sacerdote Alejandro Solalinde encabezara multitudinarias marchas como la Caravana Paso a Paso por La Paz, durante la cual unos trescientos centroamericanos se concentraron en la vieja estación de Tierra Blanca para exigir a las autoridades que se pusieran "la mano en la conciencia y el corazón" y tomaran de una vez "cartas en el asunto". 


"Aquí hemos atendido de todo. Desde niños, mujeres, ancianos, hombres que han perdido una pierna, un brazo... De todo" 

Hace un par de minutos que quedó atrás el ecuador imaginario que divide en dos la jornada. A pocos metros de distancia, muy cerca de un cruce a desnivel, se levanta un establecimiento de dos pisos y fachada amplia, pintada recientemente en un color blanco algo diluido. En la entrada, pasando por una larguísima puerta corrediza de hierro, Hilda e Isidro se afanan para descargar de la batea de una camioneta un par de grandes bolsas repletas de piezas de pan que van amontonando poco a poco sobre una mesa blanca de plástico junto a unos costalitos que contienen un par de kilogramos de arroz y frijoles negros.

¿Por qué nació esta idea de ayudar a los migrantes? –Isidro repite en voz alta la pregunta mientras le pide a un joven que les ayude para terminar de bajar las bolsas-. La verdad, es una cosa que no sé muy bien cómo explicarla. Creo que se debe a un sentimiento de compasión que nos nace, tal vez en agradecimiento de lo bien que nos ha ido a nosotros en la vida…". "Y además –añade Hilda cerrando los puntos suspensivos- porque también Dios fue un migrante. Y si Dios lo fue, ¿por qué no vamos a mirar por ellos?".


Sin embargo, no todos profesan la fe de este matrimonio de edad madura, ni el mismo sentimiento de compasión hacia quienes llegan hasta la puerta de este establecimiento suplicando por una botella de agua, algo de comida, un medicamento para rebajar la fiebre, calzado con el que cubrir los pies desnudos, o un poco de alcohol cutáneo para tratar las múltiples heridas que deja el camino.

"Aquí hemos atendido de todo –asegura Hilda con los ojos negros muy abiertos-. Desde niños, mujeres, ancianos, hombres que han perdido una pierna, un brazo… de todo. Muchos nos llegan con los pies destrozados y en sangre viva porque sudan y se les moja el calzado y se les rompe. Otros vienen con el cuerpo picoteado porque duermen en el monte, en el suelo, o en donde pueden. Otros llegan hirviendo en calentura y sin un peso para comprar una pastilla, y otros vomitando después de días enteros sin comer ni beber nada…". 

Quizá por ello, comenta, muchas de esas personas ven en esta modesta purificadora de agua un oasis –dicho de manera literal- en plena travesía por su particular desierto. "La mera verdad, si viera la desesperación que tiene esa gente por el hambre… no lo iba a creer", continúa relatando esta veracruzana que "en épocas fuertes" ha llegado a preparar con lo que aporta de sus posibilidades y los donativos que recibe de algunas cadenas de súper mercados y de particulares, "comidas hasta para seiscientos o setecientos muchachos en un solo día". 


"Me gustaría que la gente supiera cómo vienen esas personas viajando arriba del tren; las humillaciones a las que se ven sometidos. Muchos dicen que 'quién los manda salir de sus países'. Pero ellos no salen por gusto. Lo hacen por necesidad"


"Cualquiera puede pensar –se quita el delantal color rojo vino, lo enrolla entre las manos y se sienta en una silla de plástico- ¡cómo van a comer arroz así solo, sin nada más! Pero, para ellos es algo maravilloso poder comer algo, lo que sea. Si la gente saliera un poco de su mundo y viera esas escenas, estoy segura de que se volverían mucho más sensibles al dolor. Porque cuando no se sabe sufrir, no se aprecia lo que es en verdad. Me gustaría que supieran cómo vienen viajando en ese tren, las humillaciones a las que se ven sometidos. Muchos dicen que 'quién los manda salir de sus países'. Pero ellos no salen por gusto, sino porque que se ven obligados a dejar atrás a sus padres, a sus hijos, a todos sus familiares y amigos que sufren mucho al verlos partir, obligados por la necesidad y el hambre". 

Tras la última respuesta, Hilda empieza a tragar saliva con dificultad y ladea la cabeza en dirección a los raíles del tren.

"Es duro de ver –repite varias veces casi en un susurro-. Porque una cosa es verlo por la tele y otra que tú lo vivas". En una ocasión –recuerda en voz alta- estábamos friendo tortillas porque ya se nos había acabado la comida para repartir. ¿Y me podrás creer que así como salían las tortillas del aceite hirviendo, así se las comían? Yo les decía: 'Oye mijo, que te va a hacer daño. Espérate un poquito a que se enfríen'. Pero ellos me respondían –hace una pausa y saca del bolsillo del pantalón de faena un pañuelo arrugado -: 'No madrecita, es que si usted viera… ya traigo tres días ahí arriba sin comer nada. El hambre es tanta que no sentimos ni lo caliente'".




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TODAS LAS PIEZAS DE PAN están desperdigadas sobre la mesa, listas para ser repartidas. Sin embargo, las grandes ollas de acero inoxidable permanecen apoyadas contra una pared de cemento sin estucar secándose al sol, mientras un par de mesas con publicidad de una compañía refresquera lucen vacías y en un completo silencio.

"Ayer atendimos solo a unos treinta migrantes", comenta Hilda al percatarse que el reportero escudriña el local vacío y escribe algo en la libreta. "Es por la época de frío. Muchos ya van de vuelta para sus países de origen porque más para arriba el clima está muy duro y no lo soportan".

Cuando Hilda habla de "más para arriba",  está haciendo referencia a la zona centro del contrastante Estado de Veracruz. En concreto, a la zona montañosa de Córdoba, Amatlán y Orizaba, lugares por los que el tren pasa cargado de indocumentados y en los que, a diferencia del calor asfixiante de Tierra Blanca, en invierno el termómetro puede llegar a marcar valores por debajo de los cero grados debido a la fuerte humedad y a la proximidad del majestuoso Pico de Orizaba, la montaña más alta de México con algo más de seis mil metros de altura. "Por allí el clima está muy duro. Y claro, imagínate. Con ese frío y con la lluvia cayéndoles fuerte… Muchos se tapan solo con una bolsa de plástico –hace otra pausa enfática-. Eso y la esperanza es todo el abrigo que traen".


"Desafortunadamente en La Bestia viene de todo. Nos ha tocado gente muy buena... y también algunas escorias. Incluso, hay quienes se hacen pasar por ellos. A esos los llamamos 'centroamericanos pirata'"

- Oiga –interrumpe el reportero-. ¿Y nunca han tenido problemas estando tan cerca de las vías? Recientemente el albergue para migrantes que hay en Lechería, en el estado de México, tuvo que cerrar sus instalaciones debido a que los pobladores denunciaron intentos de agresión, robos y violación por parte de los indocumentados hacia los lugareños. Asimismo, en Orizaba la casa del migrante fue cerrada en el 2009 también por las continuas quejas de los pobladores…

"Mira, desafortunadamente, ahí va de todo –interviene en la conversación Isidro mientras una ruidosa locomotora sin vagones pasa a muy pocos metros de distancia de la purificadora y un par de coches esperan pacientes frente a una señal corroída por el paso del tiempo y con forma de equis que les advierte, o más bien amenaza, que tengan Cuidado con el tren-. Nos ha tocado gente muy buena, muy honrada. Pero también hay escorias –admite con el gesto sombrío-. Inclusive, hay gente que se hace pasar por ellos y que luego va pidiendo dinero por las calles. A esos los llamamos 'centroamericanos pirata'. Y sí, entre miles y miles de gentes que por aquí pasan, puede que por ahí haya hasta algún violador, ratero, asesino, pandillero, o no sé qué tanto. Pero nosotros no podemos señalar a nadie, ni hacemos distinción entre buenos y malos –vuelve a recuperar el tono amable-. La ayuda que nosotros brindamos es pareja para todos. No hacemos distinción. Mientras no se manifiesten contra nosotros… todo estará bien. Y hasta ahorita no hemos tenido problema".

-¿Tampoco con los vecinos del municipio?

"Bueno… -encoje los hombros- parece que algunos se molestan con lo que hacemos, pero no nos importa. Nosotros, simplemente, tratamos de ayudar al pueblo".

Hilda se muestra más crítica que su marido y lamenta que la gente todavía vea extraño que alguien ayude al prójimo sin obtener a cambio una retribución económica o algún tipo de beneficio. 

"¡Pero si son seres humanos!", exclama frunciendo el ceño y dibujando en su rostro un gesto incomprensión. "Todos tenemos que ser más sensibles al dolor para que esto algún día cambie –dice con los puños cerrados-. Porque, de veras, ¡se siente tan bonito dar sin esperar nada a cambio! Te echan tantas bendiciones… que se siente maravilloso. ¿El dinero? –Pregunta, retórica- El dinero se va. Te mueres y no te llevas nada. Lo único que te llevas es el sentimiento de que serviste a alguien que lo necesitaba. A mí la verdad no me importa lo que la gente nos diga. Porque sólo Dios sabe por qué hace las cosas y yo, con su bendición, tengo suficiente pago", concluye la veracruzana que, a pesar de que reitera en numerosas ocasiones durante la conversación que "aún hay mucha gente de aquí que mira raro a los indocumentados, como si fueran seres extraños", destaca por otra parte que en Tierra Blanca también hay gente solidaria "con los hermanos de Centroamérica".

"No somos nosotros solitos ¿eh? –Apunta con el dedo índice estirado hacia las bolsas llenas de arroz y frijoles que hay sobre la mesa-. Yo siempre les digo a los migrantes que esto es un equipo. Porque hay gente de aquí que vienen y nos apoyan donando doscientos o trescientos panes para que los repartamos entre ellos. Otros vienen y nos dan huevos, arroz y frijoles, y con eso nos completamos entre todos para que puedan comer algo".


"La verdad, no me importa lo que la gente nos diga. Porque sólo Dios sabe por qué hace las cosas y yo, con su bendición, tengo suficiente pago"

- ¿Pero, qué les parece que Tierra Blanca sea conocida a nivel nacional por ser un foco rojo en cuanto al secuestro y asesinato de indocumentados? Dicen que a esta zona se la conoce como El Triángulo de las Bermudas porque los cárteles del crimen organizado y los pandilleros desaparecen a cientos de personas y…

- Bueno, bueno –Isidro corta en seco la exposición de la pregunta con la palma de la mano en alto, como si no quisiera escuchar más al respecto-. Parece que últimamente ya no está tan mal la situación –comenta cauteloso y se ajusta los lentes-. Antes sí era una cosa horrible.

- ¿A qué se refiere?

- A muchas cosas feas. A cómo los golpeaban, los maltrataban, los correteaban por toda la ciudad…

- ¿Quiénes? ¿La Policía? ¿Migración?  

- No… no –alza de nuevo la mano al aire en un gesto automático, eléctrico-. Los maleantes son los que van contra ellos. Ni la Policía ni Migración se meten ahí.

- Sí, pero en marzo del año 2010 diversos medios de comunicación se hicieron eco de la detención por parte del Ejército de al menos cien elementos de la Policía del municipio, acusados de presuntos nexos con el crimen organizado, así como de tráfico y extorsión de migrantes de origen centroamericano. (Cabe señalar que tras el operativo sorpresa, solo 13 de los 98 policías fueron puestos en arraigo preventivo, de acuerdo con la Procuraduría General de Justicia del Estado).

- Pues… –se ajusta de nuevo los lentes y cruza, visiblemente incómodo, los brazos sobre el abdomen-. Pues sí, en los periódicos puedes leer todo eso. Ya sabes, ¿no?

Isidro pone una sonrisa de partida de póker y da por zanjado el tema.



Imagen del llamado 'patio de carga', en Tierra Blanca, Veracruz. //Foto: Jesús Lazcano


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TRES MIGRANTES de aspecto campesino, de poco más de un metro sesenta de altura,  muy morenos y vestidos con pantalón y camisa holgadas, cinturón apurado hasta el último agujero, tenis deportivos en aparente buen estado, gorra con propaganda electoral y mochilas color negro a la espalda, asoman la cara por entre los barrotes de la puerta corrediza de hierro, como tratando de no interrumpir la plática, y solicitan de buenas maneras unos pesos para la cabina de monedas que hay instalada en la esquina de la purificadora, a escasos metros del sendero por el que transita el tren del que probablemente acaban de bajar.

"Es para el teléfono", dice con un tono de voz prácticamente inaudible el más joven de los tres. Isidro mete la mano en el bolsillo y les da varias monedas. De inmediato, el que aparenta más edad y jerarquía en el pequeño grupo de tres, descuelga el auricular, marca una larga serie de números, y empieza a hablar con alguien al otro lado del hilo.

¿Llegaron en el tren? –La pregunta va dirigida a los otros dos migrantes que permanecen en silencio junto a la cabina telefónica-.

Ninguno contesta.

- Que si vienen ustedes en el tren – vuelve a preguntar un tanto brusco Isidro, elevando la voz-.

- Sí, llevamos tres días viajando –contesta al fin el de mayor edad que acaba de colgar de manera súbita el auricular del teléfono-. Desde Tapachula hasta aquí, tres días.

- ¿Tuvieron algún problema en el tren?

- No, no –menea la cabeza-. Ningún problema.

- ¿Nada? –Insiste el reportero-. ¿Nada de nada?

Pero sus ojos desconfían ante tanta pregunta.

- Nada –niega tajante-. Para qué le voy a decir que hay… si no hay. Está todo tranquilo. Más adelante… solo Dios sabe.

A continuación, los tres dan las gracias con una reverencia casi imperceptible y una sonrisa nerviosa, y ponen fin a la escueta conversación para comenzar a caminar hacia el interior de la ciudad y perderse en cuestión de segundos por los entresijos de Tierra Blanca. 

- Ahí tienes tres centroamericanos pirata –comenta Isidro aún con los brazos cruzados y con una mueca burlona en la boca.

- ¿Por qué lo dice?

- Porque esos son más de Chiapas que todo.

Se carcajea.  


Foto: Jesús Lazcano



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HA TRANSCURRIDO más de hora y media de entrevista y los menesteres diarios del establecimiento empiezan a amontonarse. En la libreta quedaron anotados algunos detalles de la anterior anécdota con los tres centroamericanos supuestamente apócrifos y tras echar un rápido vistazo al reloj la prudencia, y el estómago, aconseja continuar con el camino y buscar algo para comer.


"Sería muy bonito salir un día y ver que ningún indocumentado viene en ese tren... Eso sería algo realmente maravilloso"

- Díganme –Se les pregunta a modo de despedida ya desde el otro lado de la puerta corrediza-: ¿Hasta cuándo piensan apoyar a los indocumentados?

- Hasta donde Dios nos dé vida –asevera Hilda mirando al cielo-. A veces se puede y a veces no, pero… hasta donde Dios nos dé vida acá vamos a seguir.

Por su parte, Isidro se muestra más terrenal que su esposa y, aunque no pierde la esperanza ni la fe que comparte con ella, es consciente de que la realidad en las vías no invita precisamente al optimismo.

-Seguiremos hasta que la fuerza nos acompañe. Pero no sabemos hasta cuándo será eso porque esta es la historia de nunca acabar –afirma tras pensar durante unos instantes la respuesta-. Sería muy bonito y maravilloso salir un día y ver que ningún indocumentado viene en ese tren, porque implicaría que en sus países hay mucho progreso y que estas personas tienen un buen trabajo para vivir sin necesidad de salir al extranjero a jugarse la vida por un pedazo de pan. Eso sería maravilloso, ¿no cree? –Se le ilumina la mirada-. Realmente maravilloso.  


**Esta crónica fue publicada originalmente en el portal de noticias AnimalPolítico.com y en la publicación colombiana de periodismo narrativo 'Revista Sole'. La reproducción parcial o completa del texto, así como de las fotografías, queda sujeta al previo consentimiento del autor (si gustan contactarme lo pueden hacer a @ManuVPC)

jueves, 3 de enero de 2013

Crónicas desde 'La Antesala del Infierno' (Parte 1: Oye compa, ¿tú eres de la Mara?)



Miguel es uno de los 400 mil indocumentados que, se calcula, intentan cruzar al año de manera ilegal la frontera de Estados Unidos. 

Para escribir esta crónica viajé hasta Tierra Blanca, la ciudad con mayor índice de secuestros de indocumentados en el estado de Veracruz junto a Coatzacoalcos, Orizaba y Medias Aguas. En las siguientes tres historias que iré presentando en los próximos días convergen relatos de delincuencia, esperanza, compasión y desaliento con un único y terrible protagonista: La Bestia.




UN ESCAPULARIO con diferentes representaciones de la Virgen de Guadalupe y Los Cinco Misterios de la Santa Fe le abraza con delicadeza las filosas vértebras del cuello. Se trata de un rosario sencillo, moldeado en madera común y pintado a mano con un barniz de tonalidad oscura, que le bordea por entre los sobresalientes huesos de la clavícula, baja por el torso robusto y amplio cincelado a base de press banca, y que culmina junto a la cara de un grotesco payaso en la boca del estómago.

Miguel –llamémosle así- tiene tatuajes por todo el cuerpo. Por el pecho, abdomen, hombros, brazos, manos, y hasta por los pómulos y las orejas, le afloran caras demoníacas que se entremezclan con hojas de marihuana, emblemas en inglés y español –When I ride on my enemies, en el costado derecho; Qué falta me hace mi padre, en el izquierdo; Mi querida madre Alba, en la espalda-; retratos tipo Manga de mujeres empuñando pistolas, imágenes de La Muerte, calaveras que ríen, y una lágrima perenne que se desliza por el ojo derecho junto a tres escalofriantes puntos que dan cuenta, sobre el pómulo izquierdo, de una frenética vida loca

-Oye compa. ¿Y tú eres de la Mara?

La  pregunta retumba en medio de un sepulcral silencio que es únicamente interrumpido por un ay-ya-ya-yaí, al estilo mariachi, que sale del altavoz de unos de esos celulares que pueden adquirirse a cambio de algo más de cien pesos mexicanos en cualquier tienda de autoservicio.

"Esta gente es peligrosa –narra el corrido entre alegres notas de acordeón- no toleran ni un reclamo/ al que les falta el respeto, lueguito les dan pa'bajo/ ellos ajustan cuentas, siempre al estilo italiano".

“Viví mis años locos por mi cuenta, como una forma de sobrevivir a la calle”


Miguel no dice nada.

Sólo sonríe de medio lado con cierto aire de suficiencia mientras permanece apoyado contra el vagón de la compañía Cemex que lo resguarda del intenso calor, y mantiene los ojos negros y ligeramente rasgados fijos en el sendero hipnótico que forman los durmientes de la vía. En el suelo, otros tres migrantes y un joven que dice tener 16 años y nacionalidad mexicana miran de reojo algo malhumorados al periodista que se les aproxima, mientras descansan tumbados entre piedras angostas, latas de cerveza, un par de tenis que se secan al sol, dos bolsas por las que asoma ropa y una manta, los restos de un pantalón sucio y hecho girones, y dos botellas de plástico con el cuello degollado y restos de pegamento Resistol para inhalar en su interior.

-No, mi hermano. ¿Cómo crees? –Miguel responde con un deje en su tono de molestia, como si la pregunta le ofendiera-. Perdí a alguien y lo sigo llorando –se explica-. Por eso me tatué la lágrima.
Tras la contestación, el hondureño "criado en California" saca la mano del bolsillo del pantalón ancho que lleva caído por debajo de la cintura y que deja a la vista el elástico de un calzón azul, y se rasca el pómulo con la uña del dedo meñique.

-Ah wey, ¿lo dices por esto? –Pregunta con una amplia sonrisa, como si acabara de percatarse de que lleva los tres puntos locos dibujados en la piel-. Bueno, sí. He vivido mi vida loca –encoge los hombros con las manos metidas de nuevo en los bolsillos-. Pero nunca he andado con la Mara Salvatrucha, ni con Barrio 18, ni con ninguna pandilla. Viví mis años locos yo solito y por mi cuenta, como una forma de sobrevivir a la calle –hace una pausa de varios segundos y ladea la vista rasgada hacia ese punto infinito donde convergen las vías-. No lo niego –se arranca de nuevo sin dejar de mirar el sendero que forman los rieles-, viví mi vida loca... Pero no soy un delincuente".

Miguel asegura que vivió su ‘vida loca’ como una forma de sobrevivir a la calle, y no como una forma de pertenencia a una pandilla


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ESTAMOS EN TIERRA BLANCA. Un municipio del hermoso pero convulso estado de Veracruz, el cual suma algo más de noventa mil habitantes que platican con un agradable y bullanguero acento cantadito –difícil de captar a la primera, sobre todo para el foráneo- propio de estas latitudes alegres donde se baila un rápido y rítmico Son Jarocho, y al que, cuentan las crónicas locales, los poetas llamaban La novia del sol debido a que en esta zona de la cuenca del Papaloapan en la que predomina el cultivo de caña de azúcar, la cría de ganado, y la industria vidriera, el mercurio puede dilatarse hasta los cincuenta grados centígrados… a la sombra.

"A Tierra Blanca también se la conoce como la antesala del infierno", comenta atusándose la guayabera un veterano periodista local mientras camina por la vieja estación donde se encuentra uno de los símbolos más representativos de la ciudad: Mi Prieta Linda, una locomotora de vapor, "orgullosa y preciosa como una Diosa", a la que grupos de música como Los socios del ritmo le dedican canciones con "puro ritmo caliente" para ensalzar la tradición ferrocarrilera de este municipio cuya heráldica está presidida por una máquina con el número cinco en honor al primer tren que circuló por estos raíles durante los primeros compases del siglo XX.

Sin embargo, la referencia a esta tierra con fama de bronca y hospitalaria a partes iguales como la antesala del infierno va mucho más allá de las temperaturas que soportan los parroquianos incluso durante el relativo invierno: de acuerdo con organismos como la Comisión Nacional de Derechos Humanos, y ONG´s como Amnistía Internacional, y el albergue Hermanos en el Camino –liderado por el sacerdote Alejandro Solalinde, célebre defensor de los derechos humanos de los indocumentados-, Tierra Blanca es, junto a Coatzacoalcos, Orizaba y Medias Aguas, la ciudad con mayor índice de secuestros de indocumentados en Veracruz, estado que, a su vez, se encuentra dentro de la lista negra de entidades más peligrosas para quienes buscan alcanzar la frontera Norte arriba del tren al que llaman La Bestia. De ahí que a la ruta conformada por Tuxtepec-Tres Valles-Tierra Blanca se la conozca, debido al incesante número de secuestros y asesinatos de indocumentados, con el sobrenombre de El Triángulo de las Bermudas.

 Tierra Blanca es, junto a Coatzacoalcos, Orizaba y Medias Aguas, la ciudad con mayor índice de secuestros de indocumentados en Veracruz


-Me asaltaron dos veces en el ferrocarril –empieza a narrar Miguel, que acepta la entrevista con la condición de que el resto de los presentes también participe en la plática, como si de una reunión informal entre amigos se tratara –" bien, si es así como platicando sí te la acepto", dice-. Fue más para abajo, por el sur. Estábamos como ahora, descansando mientras esperábamos a que llegara el tren para subirnos al vagón y seguir con el camino, y de pronto aparecieron unos pandilleros de la nada –chasquea los dedos-. Nos empezaron a golpear y a gritar que les diéramos todo cuanto traíamos, o si no… ahí mismo todos nos moríamos.

Esta es la segunda vez que Miguel sale de Honduras rumbo a California, Estados Unidos. A pesar de haberse criado durante buena parte de su vida en la glamurosa ciudad de Los Ángeles –allí trabajaba cambiando el tejado de las casas-, él es uno de los 2.6 millones de sin papeles hispanos que se buscan la vida en la llamada tierra de las oportunidades. Por lo que, explica, a pesar de tener una casa y una familia que lo espera “del otro lado”, no tuvo más remedio que entrar de nuevo a México ilegalmente subido a bordo de un neumático de camión que hacía las veces de balsa para atravesar el río Suchiate, un estrecho y poco profundo afluente que separa la frontera de Guatemala con México, al que también se le conoce como Paso del Coyote por ser ruta habitual para el trasiego de todo tipo de mercancías: desde refrescos, tabaco o azúcar, hasta drogas, armas, y por supuesto, seres humanos.

Una vez en suelo azteca –refiere el hondureño-, se aferró a los hierros de La Bestia, un ferrocarril de mercancías que se calcula que transporta al año a más de 400 mil indocumentados que marchan en una desesperada búsqueda por alcanzar la frontera Norte, a pesar del riesgo de quedar fatalmente mutilados por las ruedas del tren o sufrir a manos de los cárteles del crimen organizado un muy probable atraco, secuestro, violación, asesinato… o todo ello a la vez.

"Pasé la Navidad aquí, en la vía. Tanto Nochebuena como Año Nuevo –recuerda Miguel y a continuación señala, haciendo un gesto con la barbilla, a otro connacional que está sentado sobre el durmiente-. Aquí estuvimos los dos celebrando las fiestas como pudimos. No teníamos nada que comer, ni para beber, ni tampoco ropa limpia, ni abrigo para la noche. Pero, gracias a Dios, algunas personas que viven por aquí –apunta hacia las casitas de techo de lámina y paredes de madera que se levantan junto a los rieles- se acercaban de vez en cuando y nos daban un taco, un refresco para el calor, una botella de agua… Todo estuvo bien, aunque sí fue triste, para qué digo que no. Muy triste. Porque uno tiene la familia lejos… –guarda silencio esquivando la mirada para dirigirla nuevamente a ese punto imaginario en el horizonte donde el óxido anaranjado de los raíles se funde con el azul intenso de esta calurosa mañana-. Pero bueno, mejor no acordarse mucho de la familia, ¿no? Es lo mejor para que no haigan tristezas. Por eso ni les hablo. Yo creo que cuando esté en la frontera les marcaré por teléfono, pero antes no. Sufren demasiado".



A la ruta conformada por Tuxtepec-Tres Valles-Tierra Blanca se la conoce, debido al número de secuestros de indocumentados registrados en la zona, con el sobrenombre de ‘El Triángulo de las Bermudas’.


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JORGE JURA QUE tiene dieciocho años y una fe ciega en Jesús Malverde, una especie de Robin Hood mexicano, el cual cuenta la leyenda que a principios del siglo veinte fue un popular bandolero que se dedicaba a robar a los hacendados y familias más adineradas de los Altos de Culiacán, en el norteño estado de Sinaloa, para repartir posteriormente el botín entre los más pobres.

-Él era una buena persona -balbucea el natural de Puerto Cortés, Honduras, masticando las palabras y entreabriendo muy lentamente los párpados sin dejar de acariciar con los dedos la efigie de este Ángel de los Pobres que luce un largo y frondoso mostacho vernáculo, cejas rectangulares muy pobladas, una impoluta camisa vaquera blanca, y cara de galán al estilo Jorge Negrete, cuya leyenda se ha visto alimentada en la actualidad en gran parte por las historias que cuentan narcotraficantes y sicarios, quienes aseguran haber visto a este santo –aunque la Iglesia lo considera una superstición- en medio de balaceras en las que ha intervenido salvándoles la vida. De ahí que en la cultura del barrio, Malverde sea más conocido como El santo de los Narcos.

"Malverde era muy bueno –añade-. Una persona de la que solo se puede hablar bien bonito. A mí siempre me ha protegido, por eso lo llevo aquí conmigo.

A continuación, Jorge guarda silencio. Bebe pausadamente cerveza Modelo de una lata que tiene a su derecha y rebusca, a petición de Miguel, otro corrido en la memoria de su teléfono celular.

“Malverde siempre me ha protegido, por es lo llevo aquí conmigo”


-¿A qué te dedicabas en tu país? ¿Estudiabas?

Jorge sonríe como si acabara de escuchar una estupidez. Da otro trago a la cerveza, se limpia con el dorso de la mano el hilillo que se le escapa por la comisura de los labios gruesos, se ajusta la gorra negra en la que lleva un gallo de pelea bordado en hilo blanco junto al emblema Nunca gano, pero cómo me divierto, y lanza a continuación una mirada vidriosa, glauca, mientras empieza a frotarse una y otra vez el tobillo del pie derecho que trae sujeto bajo el calcetín con un aparatoso vendaje.
"¿Qué qué hasía? –pregunta, retórico-. Pues trabajá, qué voy hasé" –se contesta lentamente, casi en un balbuceo y con los ojos macilentos y enrojecidos -. Yo nunca pude estudiá. Me hacía mucha falta el billete".


Indocumentados descansan al amparo de un vagón, en espera a que llegue el tren que los lleve hasta Orizaba. //Foto: Jesús Lazcano, periodista de El Mundo de Córdoba


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Plac-plac. Plac-plac. El sonido del obturador abriéndose y cerrándose mecánicamente congela la imagen de Miguel en la retina de la cámara fotográfica.

-Oye, güero: ¿Y estás fotos se van a ver en el periódico? -pregunta entre las risas de sus compañeros, como quien va a salir por primera vez en la televisión y pide permiso para saludar en directo a su familia y a los amigos del barrio-.

-Entonces, pérame wey -se quita la camiseta de tirantes con la que seca el sudor que le empapa la frente, mete las manos en los bolsillos del pantalón bombacho, y adopta una pose de superstar que recuerda a una de esas portadas de revistas especializadas en música hip hop.

-Ya estoy listo, dispara -fija la vista con naturalidad en el lente mientras el cañón del teleobjetivo hace un ruido robótico y lo pone a cuadro para dar paso a los primeros flashes de la improvisada sesión fotográfica.

Al otro lado de la mirilla, como si acaso la cámara ofreciera un refugio desde el que poder mirar sin ser visto, escudriño de nuevo con detenimiento la minúscula lágrima que le cae por la hendidura del ojo derecho. 

La Mara tiene presencia en México a través de cinco mil integrantes en 22 estados, siendo Chiapas, Oaxaca, Edomex, DF, Veracruz y Tamaulipas, “los focos rojos de alarma”


“Tal vez sea cierto”, me digo, y la marca se deba al luto por haber perdido a algún ser querido. Además, por su cuerpo no hay rastros de dibujos con las iniciales MS, MS-13, o las palabras Mara Salvatrucha escritas en letra gótica. 

No obstante, tampoco es menos cierto que tatuajes como esa lágrima que congela el obturador de la cámara –la cual, dentro de la simbología pandillera, puede representar el grado que ocupa quien la porta dentro de la pandilla, así como el número de enemigos ultimados-, o los llamados tres puntos locos –que hacen referencia al sexo, el luto y la muerte en la vida del pandillero- son muy comunes entre los miembros de La Mara, una banda surgida en los años ochenta en Los Ángeles integrada principalmente por salvadoreños, hondureños y guatemaltecos, considerada por el FBI como una organización transnacional de pandillas criminales con presencia en Estados Unidos, México, Centroamérica e incluso en España.

"Se trata de mercenarios que se alquilan a cualquier cártel con tal de ir beneficiando su pretensión, que es crear un corredor de la droga, desde Colombia, pasando por todos los países hasta llegar a Los Ángeles", explica David Solís, presidente del Comité Ciudadano de Seguridad Pública de Tijuana, en la obra de los periodistas Jorge Fernández Menéndez y Víctor Ronquillo De los Maras a Los Zetas: Los secretos del narcotráfico, de Colombia a Chicago, quienes aseguran que, "de acuerdo con información oficial" la Mara Salvatrucha tiene presencia en México a través de cinco mil integrantes en 22 estados del país, siendo Chiapas, Oaxaca, estado de México, Distrito Federal, Veracruz y Tamaulipas, "los focos rojos de alarma". 

En otras palabras: estamos en un estado, y en un municipio, donde la presencia de estos pandilleros especializados en el secuestro exprés, robo a gran escala y tráfico de armas y seres humanos, es algo habitual. La cuestión es, surge la pregunta luego de lanzar la última foto y observarla congelada en la pequeña pantalla digital, si quien está frente a la cámara es quien dice ser –un migrante que va en busca de su familia y un futuro-, o si por el contrario, esa lágrima negra y esos tres inquietantes puntos encierran otra historia. 

 - ¿Y ya fueron al albergue?

Miguel, que tras la sesión fotográfica se ha puesto de nuevo la camiseta de tirantes, se refiere al centro de acogida para indocumentados que hay caminando unos diez minutos en dirección hacia el sur de la ciudad, junto a las omnipresentes vías del tren. Allí encontraremos a más indocumentados para entrevistar, sugiere el hondureño que incluso se ofrece –si quieren, yo les llevo- a darnos un tour por la zona.

-Gracias hermano, ya fuimos –pasamos de puntillas por el asunto-. Pero no nos quisieron abrir la puerta. Nos dijeron que se requería de una cita previa para poder acceder al inmueble y...
El hondureño se rasca la cabeza, contrariado.

-Pues es que –afirma con un cierto tono de lamento en su voz- la mera verdad, sí está habiendo un chingo de desmadre. Por eso no confían en nadie, ya sabes...    

-Pero, ¿cómo desmadre?

-Pues… -duda por momentos si continuar con la frase y a continuación baja la voz- Es que llegan aquellos (sicarios de un cártel que opera en la zona) en la noche con la camioneta… y te levantan.

-¿Quiénes? ¿Migración?

-¡Cuál Migra! –suelta espontáneo una carcajada y acto seguido vuelve a bajar la voz mirando a izquierda y derecha, como si temiera haber cometido una imprudencia-. Los maleantes son los que te levantan y te desaparecen pero rápido –chasquea de nuevo los dedos-. Aquí en las vías hay que tener mucho cuidado. Y más ustedes que son periodistas. Y si eres extranjero… menos debieras andar por aquí, güero. Porque te van a ver y luego, luego, van a pensar que traes mucho dinero encima o que tu familia tiene mucha plata en tu país. Así que mejor cuídate –me da una palmadita en el hombro -. Porque si aquellos te ven… te van a querer secuestrar.

**Esta crónica fue publicada originalmente en el portal AnimalPolitico.com y en la publicación colombiana de periodismo narrativo 'Revista Sole'. La reproducción parcial o completa del texto, así como de las fotografías, queda sujeta al consentimiento del autor.