jueves, 8 de agosto de 2013

Aquellos maravillosos barcos





"Tratar con los hombres es un arte tan bello como tratar con los barcos. Tanto los unos como los otros viven en un elemento inestable, se hallan sometidos a sutiles y poderosas influencias y prefieren ver sus méritos apreciados que sus defectos descubiertos"

Joseph Conrad, Espejo del Mar  


EN REALIDAD era un barco como cualquier otro: ni tan grande como uno de esos atuneros que pasan meses navegando hasta llegar a los lejanos  mares del Japón, ni tan pequeño como esas embarcaciones de artes menores que apenas se alejan unas millas del amparo de la costa. Más bien, el Cabo la Nao era un barco de arrastre de tamaño medio. De unos 20 metros de eslora, a lo mucho, y con un castillo anclado entre la popa y una poderosa proa que -oíamos decir a los entendidos que departían entre carajillos en la taberna El Puerto- rasgaba las olas del Mediterráneo a gran velocidad, gracias a un motor de “ menos” que doscientos caballos de potencia.

Y aunque no era desde luego la embarcación más grande que mi primo Francisco y yo habíamos visto fondeada en aquella dársena de aguas aceitosas –hasta la pequeña gasolinera del puerto llegaban a repostar enormes buques de banderas extrañas como ese Karaboudjan del entrañable capitán Haddock en Las Aventuras de Tintín-, algo especial tenía el Cabo la Nao que nos maravillaba.

Tal vez, pienso ahora más de veinte años después, fuera lo exótico que sonaba aquel nombre en nuestros oídos –otro de mis favoritos era el Punta Antina, una hermosa nave de arrastre pintada de un fuerte y atractivo color verde con líneas blancas-. O quizá, lo que nos llamaba tanto la atención era su aspecto de barco moderno, poderoso, reluciente –varias veces nos raspamos las rodillas tratando de subir a lo alto de las piedras del espigón y poder observarlo desde allí-, que se dejaba admirar con sus dos elevados mástiles y las redes ya dispuestas para la faena, surcando a toda máquina las aguas cálidas de la Bahía de Mazarrón.

"Tú eres el pequeño –me decía mi primo encogiendo los hombros, con una sonrisilla de así es la vida chaval, y dándome un golpecito en el hombro-. Y a ti te toca el Salvador o el Yolanda… ¿Con cuál te quedas?".




'El Campeón'. Fotografía tomada en el Puerto de Mazarrón, Murcia, España.

En aquel verano mundialista de Italia 90 yo tenía ocho años, y mi primo pasaba los doce. Así que rara vez tenía elección: mientras veía impotente cómo él y sus amigos –pues si tú te pides éste, yo me pido aquel otro- se repartían como si fueran cromos el Cabo la Nao, el Punta Antina, el Picón Dos, el Hermanos Paredes, o el Manuel Ballesta, mi barco siempre era el Salvador, un buque de apenas diez metros de eslora y casco de madera ya putrefacto, que esperaba lejos del Mediterráneo a ser desguazado en el astillero.

“Mira, casi ni se le ve el nombre”, mis compañeros de pesca se burlaban de su aspecto ruinoso golpeándome jocosamente con el codo, mientras dejábamos colgar las piernas sentados en las enormes, filosas y desordenadas rocas que formaban la barrera del espigón, y escuchábamos a lo lejos el sutil ronroneo de los otros barcos que, desde el misterioso mar abierto, regresaban a puerto al caer los rayos anaranjados de la tarde.

Pero un día de aquel mismo verano –la vida a veces te da deliciosas revanchas- mi suerte cambió.

Y los cromos se invirtieron.

Resulta que, según contaba uno de los muchachos “mayores” que conocimos de aquellas tardes de pesca, hacía algunos años atrás el Salvador había salido a la mar tras una llamada de auxilio para remolcar a otro barco que “por problemas en los motores” se quedó a la deriva en mitad de una noche cerrada y sin estrellas.

“Al escuchar por la radio la señal de socorro, el Salvador fue el primero en salir al rescate”, narraba con entusiasmo el muchacho; un adolescente alto, de piernas largas y enclenques, y de abundante pelo ensortijado que ya fumaba cigarrillos y que, aseguraba con orgullo y cierta chulería marinera –por eso él nunca decía el mar, sino la mar-, su padre era patrón de una de esas embarcaciones que tanto admirábamos.

“Un día estuvo el Salvador rescatando al barco. ¡Un día!” -exclamaba tras soltar una densa bocanada azulada de humo ante nuestra silenciosa mirada para, a continuación, preguntarnos con desdén: ¿O por qué se pensaban que se llamaba el Salvador?”.



Puerto de Mazarrón. Click en la imagen para verla a tamaño grande.

Finalmente, y luego de las labores de rescate en mar abierto –al parecer, un inmenso “gentío” aguardaba expectante sobre las piedras del espigón noticias del naufragio-, el Salvador asomó la proa muy lentamente por la delgada línea del horizonte, emitiendo un quejumbroso y acatarrado pof, pof, pof, y remolcando tras de sí nada menos que al imperial Cabo la Nao que traía los motores fuera de combate.

“Ríanse, pero ese barco –decía el muchacho con la espalda y el pie apoyado sobre una larga farola con la pintura desconchada, y señalando con la colilla del cigarro enlazada entre los dedos en dirección hacia el astillero-, ese barco que ven ahí ya podrío salvó al Cabo la Nao”.

Después de aquello pasaron los años. Y mi primo y yo nunca supimos si, en efecto, aquella historia fue real, o por el contrario se trató de un cuento marinero. Tal vez aquel hijo de pescador, harto de escuchar las burlas de los muchachos, inventó con lujo de exageraciones el relato del naufragio y el posterior rescate in extremis del Salvador. Es más que posible, me digo ahora. Sin embargo, lo cierto es que desde aquella anécdota de rescate en alta mar guardé siempre un cariño especial por aquel esqueleto de fierros y maderas carcomidas, cuyo nombre escrito con pintura blanca se resistía a desaparecer como ceniza que se lleva el viento.

Y aunque el Cabo la Nao continuó siendo el cromo favorito de todos los que nos escapábamos en las tardes de verano para ir a la lonja del puerto, ya nadie se reía de aquel barco silencioso y abandonado que, cansado de navegar, yacía solitario en tierra firme. Esperando, resignado, su última partida.  




El Noray. Fotografía tomada en Puerto de Mazarrón.