lunes, 19 de diciembre de 2011

Pefiles: 'El torcedor de habanos' (2ª y última parte)




Rosa –o Rosita, como la llaman en la tienda- tiene veintidós años y es natural de Playa del Carmen. Hace tres años que empezó a trabajar en The Cigar Factory y  junto a Adela, otra joven de veintidós años que hace siete meses hizo las maletas para dejar Chetumal en busca de trabajo en el turismo del Caribe, es una de las "muchachas" a las que don Cándido enseña el oficio de torcer habanos. Y viéndola sentada en su mesa, con "un café bien cargado" a un costado, un Habana Cuatro en la boca –en su opinión, el mejor porque "es suave, tira bien y tiene un sabor medio dulce"- y cortando cuidadosamente con la filosa chaveta una hoja negra de tabaco, parece que, al menos, estilo para desempeñar el oficio tiene. "Para hacer un cigarro, uno tiene que ser un poco artista –asegura con un cierto tono de orgullo sin levantar la vista de lo que está haciendo-. Es algo complicado. Tienes que saber bien la medida exacta del cigarro, el peso que va a tener, no pasarte de grosor, quitarle bien la vena a la capa para que el puro no se vea muy tosco…". Porque, de lo contrario, incide don Cándido que desde la distancia está atento a la explicación, "el habano se va a quemar chueco, no va a tirar mucho humo porque va demasiado apretado o porque le echan mucha agua al material y el cigarro va mojado cuando debe ir seco para tener una buena combustión. Por eso, como decimos nosotros, el cigarro solo se chamusca, no prende bien. Además, el tabaco siempre debe tener dos años de fermentación. Mucha gente lo ocupa crudo… y cuando uno se fuma un puro de tabaco crudo, al dejarlo en el cenicero, te das cuenta pronto de que apesta. Sin embargo, esto no pasa cuando va bien fermentado. Yo muchas veces tengo el mío ahí en el cenicero y ni me entero; no huele mal. Al contrario, tienen un buen aroma a tabaco".
"Para hacer un cigarro, uno tiene que ser un poco artista"
 Luego del apunte de "el señor Cándido", como lo llaman "las muchachas" a las que enseña, todos en la tienda guardan silencio inmersos en sus quehaceres: en la puerta, una relaciones públicas habla en español e inglés a los turistas de camisa con palmeras y coloridas bermudas en busca de posibles clientes; y en el interior, la patrona hace anotaciones en una libreta con un ojo puesto en la caja registradora y Adela sigue anillando con la etiqueta de la marca de la casa -Lauro's Habana- los cigarros ya prensados y listos para degustar, mientras, detrás de ella, un guajiro con sombrero de mimbre, pecho descubierto, puro humeante en la boca, que porta bajo el brazo una canasta llena de hojas recolectadas de una cigarrera, la observa trabajar desde un cuadro colgado en la pared. En la mesa de al lado, las manos de Rosita siguen concentradas en la chaveta. "Las tres partes del cigarro son: tripa, capote y capa –me explica-. Lo primero de todo es la tripa –señala ahora con la barbilla hacia un montón de cigarros que tienen la forma pero que aún carecen de la textura lisa característica de los puros-. Luego, se envuelve con el capote y lo rolamos de manera manual o con una maquinita. Y, a continuación, se prensa en unos moldes para que se queden bien comprimidos y suaves, sin arrugas. En una hora y media, más o menos, se le aplica la última capa, se anilla, y está listo para fumar". En la distancia, don Cándido le da otro tiro seco al cigarro y sonríe sin decir nada rodeado por sus pensamientos y el humo. "Un buen habano se identifica rápido por tres factores –añade Rosa a la explicación didáctica como si me estuviera recitando la lección ante la atenta mirada del maestro que la observa-: Por el aroma, el color de la capa, y por el anillo. Y claro, ¡por el precio! –ríe -. Por ejemplo, un Cohiba nunca te lo van a dar en 50 pesos ó 5 dólares. Nunca. Y si te lo dan por ese precio, desconfía. Porque como mínimo te va a costar 30 dólares la unidad. Eso, como mínimo".


La influencia de Cuba
De una de las paredes de la tienda, junto a una gran estantería con cajas de madera hechas a mano repletas de puros ya anillados por Adela y listos para la venta, cuelga un retrato al carboncillo de tamaño mediano, discreto. Se trata de un hombre adulto, observo. Como de unos setenta años más o menos; tiene la frente amplia, limpia, despoblada de cabello hasta la coronilla; las cejas de pelo blanco son finas y los ojos, separados por un delgado tabique con forma de nariz, parecen cansados pero satisfechos. En la boca, la sonrisa discreta que se le dibuja a ambos lados de la comisura de los labios le otorga al rostro un aire amable, bondadoso incluso, y de la camisa blanca que viste, tres habanos –uno de ellos es un torpedo de punta afilada- sobresalen tímidamente por encima del bolsillo. "Él es don Lauro", me comenta el gerente, que afirma no tener ningún parentesco familiar a pesar de llamarse también Lauro, al ver que me detengo frente al cuadro. "Don Lauro Pérez. Él era –porque ya falleció- natural de Mérida, Yucatán. Pero vivió muchos años allá en La Habana, Cuba, desde donde trajo la semilla a Veracruz para probar qué tal salían los cigarros aquí. Y sí –extiende el brazo y hace un gesto con la mano abierta tratando de abarcar toda la superficie del local-, la verdad es que salieron muy bien. No obstante, siempre deben traer la semilla de Cuba, porque intentaron cultivarla aquí y no salía igual".



En efecto, don Lauro, o el patrón como se refieren a él con un tono de respeto y admiración, era mexicano, pero de gran influencia cubana. Como todo lo que encuentro a mí alrededor en los pocos metros cuadros del inmueble que pertenece a The Cigar Factory: desde el chan chan de Compay Segundo que sale del radio –aunque don Cándido reconoce con tono de confidencialidad que a él lo que más le gusta es la música de banda norteña- al aroma que se respira al pasar por debajo de las hojas que se secan colgadas del techo, es de innegable influencia cubana. "Yo, la verdad, nunca he estado allá. Cuando comencé a trabajar aquí me mandaron a Veracruz, a la plantación, para que viera todo el proceso de recolecta del tabaco. Pero a Cuba nunca he ido. Y sí tengo la esperanza de ir algún día, por qué no. Me encantaría fumarme un buen Montecristo en el malecón de La Habana", asegura Rosa quien, de inmediato, añade a lo dicho con una sonrisa mientras apoya el cigarro todavía a medio consumir en el cenicero, que "desde luego, tampoco le haría el feo a un Romeo y Julieta". Por su parte, el maestro don Cándido confirma de inmediato la lógica influencia de la Isla caribeña en la profesión a la que tantos años lleva dedicado, aunque lo de torcer habanos no lo considere algo exclusivo que solo sepan hacer bien en Cuba. "Muchas veces vienen por aquí los revoltosos, como yo les digo. Me dicen que ellos son cubanos y que hacen mejor el tabaco que yo. Y yo me río, les digo que bueno, que cada uno hace las cosas como mejor puede y que, a pesar de no ser cubano, mal del todo no me ha ido", argumenta el veracruzano.



Por el reloj de esfera blanca y correa de plástico negra de don Cándido veo que son más de las doce del mediodía. En la entrada, una pareja de turistas de piel canela se fotografía con los mulatos y el puro gigante, y Rosita atiende como puede a un gringo recién llegado from Texas que quiere comprar un cigarro y no acaba de decidirse por ninguno. "Los que son largos como éste –saca de una cajita de madera un Churchill- son recomendables para los que juegan golf o a las cartas, porque son de combustión más lenta. Te puede durar hora y media o incluso dos", me explica Rosa mientras el texano, que viste una estrafalaria camisa hawaina y el infaltable sombrero típico de Dallas, me hace la señal de okey, saca del bolsillo un puñado de dólares americanos que deja sobre el mostrador, y se lleva a la boca de inmediato un Lauro's Habana tipo robusto, el cigarro de la casa. Ante la elección, don Cándido sonríe aún con su habano en la boca, sentado en su silla de madera y rolando paciente otra hoja de tabaco. "¿Qué si volvería a dedicarme a esta profesión? –repite al aire la pregunta después de confesarme que, "la mera verdad", lo que más extraña de Veracruz es a su familia-. Sí, cómo no –contesta rápido-. Esta es mi profesión y no la cambio por nada. Yo cada mañana llego aquí, me tomo mi café, me enciendo mi purito y me pongo a trabajar tranquilamente… Estoy contento y feliz de la vida".




Texto y Fotografías: Manu Ureste
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viernes, 2 de diciembre de 2011

Perfiles: El torcedor de habanos (parte 1)




Después de extraer una larga y arrugada hoja negra de tabaco de una bolsita de plástico y extenderla con sumo cuidado de no romperla sobre una mesa añejada por el paso de los años donde se amontonan más de cincuenta tripas de cigarros aún sin rolar, don Cándido le echa un vistazo de reojo al reloj sencillo, sin marca, y de esfera blanca con correa de plástico negra que lleva sujeto a la muñeca, y apura de un ligero sorbo el café lechero que compró un par de calles abajo en dirección al muelle de Playa del Carmen, mientras unas notas agudas de trompeta con sabor a ritmos cubanos emanan con alegría de un viejo estéreo.
Ya son casi las once y lleva un par de horas trabajando, cae en la cuenta. El airecillo que corría temprano en la mañana, aprecia al llevarse la mano a su espalda mojada de sudor, hace rato que amainó dando paso a un sofocante calor húmedo típico del Caribe. Decide entonces levantarse de la silla de madera. Se ajusta con el índice de la mano derecha los lentes que lleva caídos hasta la mitad de la nariz y de uno de los seis botes de plástico grandes que tiene frente a sí a modo de mostrador escoge al azar un puro grande, robusto, del que quita un pequeño trozo de la punta con la afilada guillotina del cortador y  se lo lleva a la boca con cuidado de no mordisquearlo con los dientes. A continuación, busca fuego. Se da varias palmaditas en los bolsillos pero los trae vacíos, comprueba. Se ajusta de nuevo ligeramente las gafas y mira por toda la mesa de trabajo levantando aquí y allá tratando, tal vez, de hacer memoria hasta que, instintivamente, se lleva la mano al pecho, palpa, y extrae de la fina guayabera blanca que viste una cajetilla de Guadalupanos de treinta y ocho piezas. Aliviado, sonríe. Rasca dos fósforos contra la lija áspera de la cajetilla –"el gas de un encendedor puede contaminar el tabaco", explica- y arrima haciendo cueva con la mano izquierda la fulgurante flama que emana de entre sus gruesos pero hábiles dedos hasta el extremo del habano prensado y estirado de manera impecable. De inmediato, el cigarro que tiene el tamaño de un palmo generoso, prende, y al primer tiro seco, una enorme densa bocanada azul se expande por el aire formando caprichosas formas hasta ocultar, casi por completo, aquel amplio rostro de gesto amable de la cegadora luz de la mañana.

"Hoy día –empieza a relatar el artesano con un cierto tono de queja- hay muy pocos torcedores de habanos. Los jóvenes ya no quieren aprender esta profesión, porque está muy mal pagado. O luego le entran pero enseguida se desaniman o se aburren porque es una profesión difícil, que requiere de tener mucha paciencia y que al principio te cuesta mucho aprender. Entonces, prefieren buscar otros trabajos allá en el norte o por donde puedan. Es una lástima, pero…".
Tras los puntos suspensivos, don Cándido agita bruscamente en el aire el par de fósforos con el que encendió el cigarro y los deposita en un cenicero de color verde oscuro junto a otra docena de cerillos chamuscados y el resto de lo que queda de un puro ya inerte a medio consumir y rodeado de ceniza. Frente a él, en la entrada donde un cartel reza el nombre del establecimiento, un par de mulatos moldeados a base de escayola sujetan entre sus robustos brazos un puro de, calculo por encima, más de un metro y medio de longitud –el resto, me explica el gerente, está repartido entre las otras tiendas que la cadena tiene en la ciudad-, con el cual, tal y como demuestra una fotografía que hay en el interior del local donde puede apreciarse un cigarro gigante que ocupa prácticamente toda una calle de la Quinta Avenida, intentaron batir el récord Guinnes del habano más grande del mundo. "Recuerdo que empecé a trabajar en la cigarrera 'Matacapa Tabaco' un día lunes –vuelve don Cándido a tomar asiento y el hilo de la conversación-; éramos doce chamacos (yo apenas tenía quince años), de los cuales nos quedamos ocho. La primera semana me la pasé viendo cómo trabajaban los demás, hasta que un torcedor, o tabaquero, como nos llamamos allá en Veracruz, que tenía mucho tiempo de trabajar allí me dijo que me iba a enseñar. Y pues sí, traté de poner mucha atención para aprender… aunque aquello, la pura verdad, no era nada fácil", relata el  natural de San Andrés Tuxtla, Veracruz, quien de los cincuenta y cinco años de edad con los que cuenta, ha pasado treinta ocho dedicados a torcer habanos.  "Después de varias semanas –continúa- las cosas no me terminaban de salir como esta persona me enseñaba. De hecho, cuando algún puro me salía chueco me regañaba feo y hasta de vez en cuando me mentaba la madre –sonríe ahora mirando con nostalgia el cigarro que sostiene entre la yema de los dedos-. Pero yo seguía probando una y otra vez hasta que, poco a poco, le fui agarrando bien el tiro a la jugada. Luego, después del primer mes, el gerente de la fábrica nos dijo que íbamos a empezar a hacer 50 puros al día y nos advirtió que si a los tres meses no aprendíamos bien… nos íbamos pá fuera.  Pero afortunadamente yo aprendí y me quedé. Y así ha sido durante toda mi vida porque yo no he tenido más trabajo que este que ahora hago –agarra otra hoja de la bolsita de plástico, me la muestra, y la extiende sobre la mesa-. ¿Y sabe por qué? –hace una breve pausa-. Porque me gusta. Me encanta mi trabajo".(continuará) 





Fotografía y texto: @ManuVPC