lunes, 8 de noviembre de 2010

Sucedió en Coyoacán (4ª y última parte)

****

- Mijo, y ora por qué esa cara?-, preguntó el viejo a boca jarro. Poniéndome caras y encorvando exageradamente la espalda imitando mi caminar.

- ¿Perdone?-, contesté.

- Dije que por qué tan triste. Por qué esa cara de cordero camino al matadero-, volvió a repetir, dando unos pasos hacia mí arrastrando los pies e insistiendo en dejarme en ridículo en medio del mercado.

Me puse de inmediato a la defensiva. Crucé los brazos, le retiré la mirada y me mordí la lengua maldiciendo a todos los santos en silencio por consideración a sus canas.

- No sé de qué me habla señor, si me disculpa...

- ¿Qué edad tienes?

- ¿Cómo dice? Oiga yo...

- Te pregunté que... qué... edad... tienes. ¿Si oyes bien, mijo?

- Sí señor. Le oigo estupendamente. Tengo 28 años, ahora si me disculpa quisiera seguir con mi camino... -contesté. Sin embargo, el viejo soltó una tremenda carcajada antes de que pudiera añadir algo a los puntos suspensivos que flotaban en el tenso ambiente. Una exagerada y sonora carcajada que hizo que a unos pocos pasos de nosotros la señora del mandil azul claro lleno de mierda y pañuelo anudado a la cabeza que despachaba a una pareja de ancianos un cuarto de kilo de cebolla blanca nos mirara por el rabillo del ojo y cuchicheara algo entre dientes-.

- Perdona mijo, ¿has dicho 28 años?-, insistió en el asunto, abriendo los ojos como platos y endureciendo el gesto del rostro.

- Sí señor, he dicho 28.

El viejo volvió a reír exageradamente y se sacó del bolsillo del pantalón de raya diplomática un pañuelo blanco de tela con unas iniciales bordadas en oro. Se lo pasó por la frente con parsimonia, tomándose su tiempo -tal vez para exigirse prudencia y paciencia-, lo dobló de nuevo con mucha calma mientras no dejaba de apuntarme con la mirada y se lo guardó en el bolsillo.

- ¿Sabes? –contestó al fin-. Es gracioso. Yo acabo de cumplir 85 años. Voy de camino a los noventa, ¿cómo ves?

- Señor, mire. No quiero parecer grosero, pero la verdad es que yo… -intenté argumentar. Otra vez sin éxito-.

- Voy de camino a los noventa, mijo. ¡Y mírame! ¡Estoy fuerte como un toro! –gritó tocándose los bíceps y poniéndose recto como un recluta en su primer día ante su sargento de infantería-. ¡Soy duro como el roble! Y pienso vivir hasta que Diosito me diga que pa’rriba voy. En cambio tú… Dime, ¿tú qué piensas hacer al respecto?

No supe qué contestar a su pregunta. Guardé silencio.

- Ahora dime. ¿Por qué la tristeza?

- Estoy preocupado –balbuceé al fin con la cabeza gacha en algo parecido a un argumento-. No encuentro trabajo.

- Vaya… -suspiró, relajando por primera vez la expresión del rostro y llevándose la mano derecha a la barbilla en un gesto pensativo-. Sí, no corren buenos tiempos para la chamba. La crisis, o eso dicen esos pendejos del Congreso.

- Pues sí –asentí con la cabeza-. Eso dicen.

- Pero, ¡eso no es excusa! –volvió a ponerse en guardia-. Si algo te preocupa, tendrás que hacer algo para solucionarlo, ¿no? ¿O es mejor andar llorando por las esquinas?. Mira güero, eres joven y estás sano. Pero para andar con una hembra así –apuntó con la cabeza en un gesto pícaro a una mujer hermosa, alta, morena, de ojos tapatíos que por allí pasaba- se necesita otra actitud. ¿Si me entiendes? Se necesita ponerle güevos al asunto. ¡Güevos! –sentenció poniendo las palmas de las manos hacia arriba y los dedos ligeramente flexionados hacia adentro-.

- Creo que le entendiendo –contesté bajando la mirada, sinceramente abatido por la regañiza que me estaba poniendo el viejo delante de extraños. Sin embargo, ya no maldije. No sentía rencor por aquellas palabras recriminando mi actitud de esa mañana. En el fondo, me parecía estar oyendo a mi padre recordándome las claves para afrontar la vida sin su escudo-. Sí, tiene razón –admití-. Tiene usted toda la razón.

El viejo entornó la mirada y sonrió.

- ¡Pos órale mijo!, ya póngase a lo que está y disfrute. Porque le aseguro que lo demás... –hizo una leve pausa-. Lo demás todo llega. Se lo digo yo.

Tras concluir la frase, ambos nos quedamos mirando en silencio sin saber muy bien qué añadir. Al fin, me soltó del brazo y puso su mano en mi hombro. Pues bien, es hora de seguir cada quien con su camino, parecía decirme. Así que, sin darme tiempo a darle las gracias, me miró fijamente por última vez con un gesto triste en el rostro, y comenzó a caminar hasta confundirse a lo lejos entre los puestos de aguacate y flores marchitas. Dejando a su paso un nostálgico aroma a lavanda, con un elegante toque de madera.


3 comentarios:

Yezz dijo...

Manuuuuuuuuuuuuuuu!!!! le doy la razón al anciano! arriba ese animo! ya te dije la vida te tiene reservado algo muy chido, por eso está tardando en llegar! pero llegará lo sé!

Y no quiero verlo triste güerito ehhh que su sonrisa es muy bonita!!!

Saludos a la morena de ojos tapatíos!


Abrazos

victoria,victoriae dijo...

Eres bueno, cabronazo!

Manu Ureste dijo...

Muchas gracias por vuestros comentarios y, sobre todo, por vuestro ánimo!!!
Creo que si nada lo impide el viernes en la noche vamos al pueblo natal de Emiliano Zapata! Ajúa! ;-) Así que espero traer una buena crónica y muchas, muchas fotos!

Besos para las dos!!!
Manu