martes, 30 de junio de 2009

El alma del triste Ramón

“Ramón, tenía mil sueños
que ya no lo son,
montones de amigos
sin contestador,
tenía un teniendo y
el alma del triste Ramón”

Dicen que es su único oficio conocido: caminar calle arriba, calle abajo. Perder el tiempo arrastrando lo que un día fue y ahora queda de él por las avenidas de la ciudad. Sin un rumbo, sin una intención. Andando por andar.
Habla solo y con con la mirada perdida. Bajito, entre dientes. Como si estuviera ocupado con algún asunto que necesita de una urgente solución, o como si tuviera realmente algo que hacer o en qué ocuparse.
No lleva reloj, total para qué. Hace tiempo que el tiempo no le importa. Su nombre no es Ramón, ni tampoco tiene una caja de música como el de la canción de Antonio Orozco. Pero qué más da a estas alturas: ya no tiene lágrimas que dar a nadie.

Camina sin rumbo
y con poca ambición,
durmiendo entre cuatro
cajas de cartón,
y humilde el consuelo,
la sangre de un predicador.

Viste aires de señorito. Elegantemente andrajoso, mete la camisa llena de mierda por dentro del pantalón de tela manchado, harto ya de tanto vivir. Cuando refresca por las tormentas de verano típicas de esta época en Córdoba, se cubre con una chamarrita de punto marrón. De esas con el cuello muy abierto y por la que asoma un pañuelo beig anudado al cuello.
El tipo es puro hueso. Las bolsas de debajo de los ojos están moradas y los pómulos los tiene fuertemente marcados, acentuando aún más esa nariz aguileña de Adrien Brody que le sobresale de su fisionomía. Las uñas no las tiene largas, ni cortas, sino amarillentas. Como los dientes que aún conserva.

A pesar de la edad (debe tener unos cincuenta), las canas aún no poblaron por completo su pelo grasoso. A veces se peina de medio lao. Sin complejos. A lo Pedro Infante. La cara la lleva limpia y presentable, según el día. Lo mismo se rasura con calculada precisión, luciendo un bigotito de esos de fotografía del servicio militar del abuelo, que camina con una barba rojiza de algunas semanas.

Tira de un carro
lleno de su soledad,
Ramón, va convencido
de su invisibilidad. Reniega…

Dicen que no trabaja porque nunca estuvo acostumbrado a hacerlo. O quizá no tuvo la necesidad: su padre era un hombre de negocios adinerado, próspero y exitoso en su oficio hasta el mismo día en que murió. Luego su madre se encargó de administrar una fortuna que perdió en varias relaciones que fueron su ruina. Cuentan de ella que acabó sus días como prostituta no oficial de quienes le sacaron hasta el último centavo.

Pero él nunca pide limosna. Demasiado embarazoso. Se nota que no le gusta; que no se le da nada bien. Como mucho, pregunta por unas moneditas con la voz baja, ¿oiga joven no tendrá unos pesitos para regalarme?, sin que nadie se entere. Si le dicen que no, pues ni modo. Mira al frente y sigue su camino tratando de evitar el sol. Caminando por caminar. Sin un reproche, pero mentando madres a cada paso que da.

Se va, mirando
hacía atrás, piensa,
cuando volverá
el sol a su despertar,
y si su soledad se irá
con la frialdad del suelo
donde dormirá, se va,
se deja llevar

(Mal)vive en la concurrida Avenida uno, entre las calles 9 y 10. Muy cerca de la esquina donde está el puesto de periódicos y la sede del PRI.
Su casa –herencia de mejores tiempos– es la mejor metáfora de su propia vida: grande, de dos pisos, amplia fachada, y recubierta de un tono verdoso por la falta de pintura que le da un aspecto de mucha más edad de la que realmente tiene. Las cortinas amarillentas apenas dejan pasar la luz del día por una ventanita que de vez en cuando abre para renovar aires. En la mesa siempre hay una cafetera, una taza, y la luz de una lamparita de noche.

Ramón,
repite las frases, quiere contestar,
sus conversaciones no dejan lugar,
resuenan los dientes,
es frío el que lo hace callar
va sin zapatos
por las calles de cristal

Por la madrugada se le ve de nuevo: caminando calle arriba, calle abajo; su único oficio conocido. Andando con resignación, pero sin perder la compostura. Se apoya en su vieja muleta de aluminio, mira al frente y detiene el paso en una esquina. Está callado, en un silencio que es una incógnita.. Tal vez pensando en un mañana que no hay más remedio que vivir, un presente que poco le importa, y un pasado que ya es mejor olvidar.

Canción que acompaña el texto: 'Ramón y su caja de música', del cantautor español Antonio Orozco. La versión que aquí adjunto, y que me pareció de muy buena calidad, la encontré en You Tube, y corresponde a Midycorita. Muchas gracias por su participación y enhorabuena por la interpretación!



4 comentarios:

Unknown dijo...

No lleva reloj, total para que!!!....
Manuuuuu

La historia de Ramón hace pasar un increìble rato!, picardía la tuya para proyectar las imagenes, y despertar en una descripción un delicioso interés de seguir leyendo...Acompañar la historia con la musica fue un toque fantástico eh!

Un gusto escucharla!

Mariana!

Diabla Región 4 dijo...

Este relato me recuerda que en todos lados hay personajes pintorescos como él (Acá los llamamos indigentes). A mí siempre me ha parecido interesante saber que hay detrás de ese aspecto. En el DF, uno se hizo muy famoso gracias a un programa de TV: Changoleón, que era un indigente alcohólico.
Después se supo que era catedrático de la UNAM en psicología y que su familia lo había dejado por su adicción.
Saludos, colega!!!

La Maquinista Yey★ dijo...

Manu, no me he detenido a leer porque ya lo he hecho antes, pero como te dije me ha gustado esa historia de Ramón, una historia que nos dice nada y nos dice todo, Me imagine al triste Ramón antes de empezar su vida y también supe lo que pasaría con él después...
Muy Bien!!!

Besos

Anónimo dijo...

Al-Duende

Genial, como siempre. Descriptivo, como siempre. Intenso, como siempre. De pequeño seguro que desayunabas todos los días sopa de letras. Si no, no se entiende. Un abrazo.