lunes, 9 de marzo de 2009

TURBULENCIAS

Manuel Ureste/ (más que nunca) Vivir para contarlo

... Y entonces allí me veo: en la inmensidad del Mare Nostrum, solo, abandonado a mi (mala) suerte, con la única compañía de unas sombras que me acechan en forma de círculo...


PUES sí, wey: la vida a no sé cuántos miles de pies de altura sobre el nivel del mar y a una velocidad ground speed de 800 kilómetros por hora se ve de otra manera. Ya sabes. Como que de pronto nada te parece tan importante, imprescindible o necesario: tener el áifon más fregón del momento, aquel Mustang negro bien chingón, o esa casita preciosa a las afueras con jardincito, perro, chamaco y esposa incluido con la que siempre habías soñado...
Vamos, que cuando estás ahí arriba a ciegas, en la total incertidumbre del espacio aéreo y viendo por la ventanilla cómo el ala del boing 737-200 de Aviacsa se dobla sorteando las nubes (que no parecen de algodón, precisamente) con la flexibilidad de un chicle todo se te hace relativo: nada es blanco, nada es negro. Sino un contraste de tonos grises.

- Oiga señorita, la molesto tantito...-
- Sí, dígame. ¿Más café, té, limonada, vino tinto, jugo de frutas quizá...?
- Esteee... no gracias. No tengo sed.
- ¿Tal vez un sandwich de jamón y queso, señor?
- Uhmm. No. Muy amable, tampoco tengo hambre.
- Bueno, pues usted dirá mi chavo-, parece decirme con la sonrisa medio forzada aquella tipa ya cincuentona y enfundada en un uniforme azul cielo.
- Oiga, esteee... ¿si es normal que se mueva tanto el avión?-, le pregunto ciertamente acojonado.
La azafata sonríe (¿diciéndome pendejo tal vez?) y hace el ademán de seguir empujando el carro de las bebidas y sandwiches envasados al vacío: ‘-No se preocupe, todo está controlado. Disfrute del vuelo’-, contesta.

Ajá, claro. Todo está controlado, cómo no. En fin, trago saliva y miro allá abajo, donde la inmensidad del océano me recuerda lo poquita cosa que soy en comparación con los millones de litros de agua salada y misterios sepultados para todos los siempres del Mare Nostrum.
Fuerzo la vista y a lo lejos me parece ver una lucecita. Quizá sea un barco de esos ‘chatarra’ con bandera de Barbados surcando las aguas del Caribe mexicano. O quizá un náufrago intentando hacernos una señal de auxilio, quién sabe.
Apoyo la cabeza en el asiento y cierro los ojos. Entonces, allí me veo: como en esa película (Open Water) en la que una pareja de submarinistas es abandonada a su (mala)suerte en medio de la soledad del mar con la única compañía de unas sombras acechantes haciéndoles señales inequívocas en forma de círculo.

- Utta madre-, mascullo entre dientes agarrando con fuerza y sin ningún tipo de vergüenza la mano de la señora que tengo a mi lado (que en esos momentos me parece la mismísima virgencita de La Fuensanta). Respiro profundo, trago saliva lentamente (glups) y comienzo a sudar el alcohol de tres días de parranda en Playa del Carmen, Cancún.

A mis pies el mundo se tambalea. La última sacudida ha dejado el avión tiritando. En medio de la tempestad los motores rugen con fiereza, como si desafiaran a los continuos choques de la atmósfera. ¡Calma te digo! -me exijo casi en voz alta-. La cincuentona de uniforme azul sigue repartiendo sandwiches a dos manos, así que todo debe de estar, efectivamente, ‘controlado’.

Reclino levemente el respaldo de mi asiento y acudo a Carlos Fuentes y a la intrigante historia de Josué Nadal y Jericó sin apellido en la novela ‘La Voluntad y la Fortuna’ como un intento de distraer la angustia.
Ya está totalmente de noche. El comandante de vuelo dice algo por megafonía, pero no alcanzo a escucharlo. De pronto, las luces de la aeronave se apagan y siento que el alma se quiere escapar a patada limpia de mi cuerpo. Respiro acelerado. Miro a mi izquierda, miro a mi derecha y nadie hace ningún gesto raro. Ni un sobresalto siquiera.
Okey, todo debe estar bien –me convenzo– y además los motores siguen rugiendo, que es lo importante. Poco a poco recupero el color de mi cara y siento que la sangre vuelve a circular por mis piernas.

El avión comienza el descenso. La Ciudad de México se ve preciosa y monstruosa a la vez. Millones de lucecitas se pierden en la inmensidad y me hace recordar la soledad de aquel barquito en mitad del océano (¿o sería un náufrago?) Las turbulencias en un área en la que despegan y aterrizan aviones cada dos minutos hacen saltar las alarmas del cinturón de seguridad:
- Atención señores pasajeros, nos disponemos a aterrizar en el aeropuerto de Ciudad de México. La temperatura exterior es de dieciocho grados y bla bla, blá...-, informa el comandante.

Me abrocho el cinturón y miro de nuevo por la ventanilla. Las lucecitas comienzan a cobrar forma de luminosos anunciando miles de hoteles, casinos, y téibols de todos los precios. Ya casi distingo hasta la matrícula de los taxis. Agarro con firmeza los posabrazos y apoyo la cabeza en el asiento. Las ruedas del boeing tocan por fin suelo y mis pies hacen un agujero en la moqueta azul tratando de ayudar a aquellos motores zumbando a todo lo que dan a detener sano y salvo el artefacto.

- Sean ustedes bienvenidos. Para recoger su equipaje, favor de acudir a la cinta número cuatro. Si realizan escala, consulten a su agencia de viajes para más información. Gracias por volar con nuestra compañía. Esperamos que hayan disfrutado del vuelo-, se despide el comandante.

Al fin, me desabrocho el cinturón y respiro aliviado. Agarro mi bolsa de mano y me despido de la azafata cincuentona con una sonrisa de oreja a oreja. Desciendo por las escalerillas y toco tierra con mi mano derecha (In nomine patter, corpus christi, y muchas gracias por todo. Amén).

Ahora, como toda la manada, tengo prisa. Pasaporte por aquí, visado por allá... Cancún ya quedó lejos y frente a mí un taxi de color verde y blanco me abre las puertas de una urbe de más de 20 millones de habitantes.
- ¿Adónde va a ser güero?
- Al hotel Casa Inn, por favor. En la colonia Cuauhtemoc y por el camino más corto-.

El mundo a mis pies sigue temblando por los enormes hoyos del asfalto defeño. Sonrío relajado. Abro la ventanilla ligeramente y miro a través de ella hacia el cielo oscuro. La madrugada me hace sentir solo, desorientado y como un náufrago a la deriva en la inmensidad del Mare Nostrum... igualito que aquel barco ‘chatarra’ de Barbados.

2 comentarios:

JC Cortes dijo...

Las turbulencias son más fuertes en tierra, el peso casi en 16 dólares, la dislexia en aumento, las reservas internacionales esfumándose... y las líneas de bajo costo desapareciendo... al menos ya se fueron a volar varias, es decir, dejaron de volar... por cuanto a las turbulencias aéreas... mira, hay que tomarles un poco de respeto y eso lo debieron saber los pilotos del avión de Juan Camilo Mouriño, pero bueno, el respeto no tiene nada que ver con el miedo. Así que, como te diría la azafata cincuentona, "todo está bajo control", es cosa de mirar las panorámicas por la ventanilla... ver que los fuselajes son una verdadera hazaña tecnológica and enjoy the journey...

Anónimo dijo...

Muy, muy, pero que muy buen relato. Enhorabuena Manu.

Cris