jueves, 17 de noviembre de 2011

'Tulum: la ciudad amurallada' (Última parte. Playa Paraíso)



Hace rato que atravesamos el ecuador imaginario que divide el día. El calor sobre nuestras cabezas es insoportable y, poco a poco, el heterogéneo grupo de turistas se va dispersando hasta quedarme solo bajo la generosa sombra de un árbol de gruesas raíces. Frente a mí una iguana de cuello musculoso se come una desgracia libélula de grandes alas y a su lado un cartel clavado en el césped de la Casa de las columnas reza: "Los mayas afirman que en el camino de Tulum, en el mar, se abrirá en algún momento y el mundo cambiará". Después de hacer un alto en el camino durante algunos minutos y echar un último vistazo desde lo alto del mirador pongo rumbo a la salida del yacimiento arqueológico. Allí, cuatro Nissan Tsuru con las puertas abiertas y el cartelito de Taxi hacen fila mientras los ruleteros platican de manera distendida a la sombra de una palapa sobre la llegada de la temporada baja de turismo en la zona y un señor mayor, como de unos sesenta y tantos años, descansa acalorado sobre el sillín de un viejo triciclo donde transporte una nevera grande de color azul y un cartelito de cartón en el que anuncia escrito a mano que vende paletas de coco "a cinco pesitos".  Pago la corrida del taxi –la distancia es de apenas unos 15 ó 20 minutos caminando, pero el sol es muy intenso y la sombra escasa- y en menos de dos minutos estoy en un club de playa sentado en una silla de plástico con un vaso helado de cerveza bajo la sombra de una palmera tropical. 
Tras la comida inmensos nubarrones grises lo inundan todo. Las ramas de las palmeras cuyos espigados troncos moldeados por la acción del viento rozan la arena fina –dibujando la típica postal caribeña- comienzan a moverse y a emitir un casi imperceptible susurro que anuncia agua y tormenta. Los camareros, observo, se ponen nerviosos. Se miran unos a otros con las bandejas en la mano sin saber muy bien qué hacer, hasta que uno de ellos toma la iniciativa y agarra una de las hamacas que están vacías y puestas en fila para arrastrarla por la arena hasta un pequeño almacén. Pago la cuenta y camino hacia la cercana orilla. A mi alrededor, a excepción de un par de pescadores que tiran una y otra vez sus redes al agua y un tipo que por allí pasa corriendo junto a un hermoso Golden Terrier, la playa luce desierta. Bajo la planta de mis pies la fina arena blanca se siente fría. El sol sigue oculto tras las nubes y el Caribe, me digo, ya no lo parece tanto: el viento que entra por el poniente arrastra consigo la paradisiaca y glamurosa estampa de cocoteros y playas de agua azul turquesa, y deja en su lugar ante mí un océano gris que huele a mar de fondo, donde cuatro barcazas bailotean amarradas a tierra y un buque mercante de bandera que no distingo fondea a lo lejos repleto de contenedores que transportar por entre las aguas internacionales del mar abierto.  





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La tarde comienza a languidecer. Llevo cerca de una hora caminando y las gotas de lluvia me empapan los hombros. En la distancia alcanzo a distinguir la montaña donde aún se mantiene en pie, a pesar de los huracanes y el corrosivo efecto del paso de los siglos, el antiguo edificio de El Castillo. Abandono la mochila y las sandalias enrolladas en una toalla sobre la arena y entro al solitario mar que me inunda de inmediato hasta la barbilla. Doy varias brazadas tratando de controlar la respiración y vuelvo a sumergirme para buscar de nuevo la superficie y llenar los pulmones de aire. En las alturas, sobre mi cabeza, un par de gaviotas graznan y planean buscando alimento hasta confundirse en el horizonte con el acantilado desde donde una mañana de un día cualquiera del lejano año de 1.518, el batab de Tulum, brazos en jarra, gesto serio y rodeado de sus sacerdotes, oteaba la llegada de una misteriosa embarcación nunca antes vista que portaba en lo alto de sus inmensas velas de trapo un estandarte en forma de cruz. "Quien sabe –me digo posando mis ojos en el buque fondeado frente a la ciudad amurallada, tratando de imaginar a aquellos hombres barbados de piel blanca que se apoyan en la borda de la nao y miran nerviosos hacia la costa repleta de canoas y extraños seres que les sostienen la mirada con cara de temor y desconfianza-. Tal vez aquí empezó todo. El encuentro de dos mundos que, para bien o para mal, nos llevó hasta lo que hoy somos".  (Fin)

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Texto y Fotografía: ManuVpC

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