Mural en el Centro de Derechos Humanos Fray Matías de Córdova, en Tapachula, Chiapas.
Esta es la cuarta y última parte de 'Diario de la Frontera Sur', el cuaderno de viaje del reportaje 'Menores migrantes: México cierra la puerta a una generación que huye de la violencia'. Este trabajo periodístico fue realizado entre Animal Político y la ONG estadounidense Round Earth Media, y en él participaron periodistas de México, El Salvador y Estados Unidos.
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A medida que avanza en la lectura, Fátima arrastra muy lentamente el dedo por la página del cuaderno. “Tri-neo, ros-tro, tra-po, as-tro…”, pronuncia con esmero cada una de las sílabas ante la mirada de sus padres que la observan en silencio.
A continuación, cuando la diminuta punta de su dedo índice se topa con el final de la página, la niña esconde las manos debajo de la mesa como si acabara de hacer una travesura, y alza la mirada de ojos negros esperando a que la feliciten por lo bien que lo ha hecho.
“No puede dejar la lección ni un momento”, cuenta con una sonrisa cansada Evelyn, mientras le acomoda a su hija de siete años la frondosa mata de pelo negro en una cola y la besa con dulzura en la mejilla. “Desde que salimos de El Salvador, ese cuaderno es su tesoro”.
Ante el comentario de su mamá, en el rostro cobrizo de Fátima se dibujan unos hoyuelos junto a la comisura de los labios. Encoge los hombros como si la conversación no fuera con ella, y abre al azar otra página de la que salen simpáticos dibujos de changos, jirafas y fieros leones, a los que imagina que cura en su clínica veterinaria. Fátima lee y dibuja sin descanso. No se percata que sentado frente a ella su padre la mira con los ojos enrojecidos por el cansancio y que en el rostro macilento de su madre hace tiempo que la juventud se marchitó a sus treinta años de edad. Ni sabe por qué su hermano Kevin, de doce años, permanece en silencio y con la mirada puesta en la nada, ni entiende por qué un primo de veinte años acompaña a la familia en este viaje en el que han tenido que dormir en la calle y en centrales de autobuses, ni por qué éste repite a cada rato que él jamás regresará a El Salvador.
“El-me-tro-lo-u-sa-mos-pa-ra-me-dir…”, Fátima completa ahora una frase y vuelve a sonreír, ajena a todo.
No sabe que ella y su familia están huyendo de un infierno.
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Después de una semana de trabajo y de una buena suma de kilómetros acumulados en los pies, hoy es nuestro último día en la frontera sur antes de partir en avión al Distrito Federal.
Estamos en el municipio chiapaneco de Tapachula, en el albergue de migrantes que hay junto a un río de aguas turbias que describimos en el post anterior. En realidad, esta es la segunda vez que estoy aquí con Jennifer Collins, mi compañera reportera. En la visita previa, en la que no tuvimos mucha suerte con las entrevistas, uno de los voluntarios del albergue nos platicó del caso de una familia que huyó al completo de El Salvador y que está esperando su turno para ingresar al refugio. La historia nos parece interesante, concluimos de inmediato. Y además aportaría un ángulo extra a la investigación, así que, tal y como nos sugiere el voluntario, regresamos al albergue a la mañana siguiente, justo después del desayuno de las ocho.
Tras una breve plática informal, la pregunta es inevitable.
-¿Por qué huyen de El Salvador?
Evelyn mira a su esposo Reinaldo y éste se toca el mentón por el que comienza a brotar una barba espesa y fuera de control.
“Salimos de El Salvador porque estamos amenazados por las maras. A él me lo golpearon –dice apuntando con la barbilla a su hijo Kevin, que tiene la mirada clavada en la mesa-. Lo tuve que sacar de la escuela porque ya los pandilleros me lo estaban esperando todos los días. Le dijeron que lo iban a matar; que lo iban a hacer pedacitos para ponerlo en una bolsa y desaparecerlo”.
El salvadoreño traga saliva ante el recuerdo de aquellos días.
“A mí también me secuestraron los pandilleros –continúa la narración el padre de familia-. Y solo porque Dios es grande estoy aquí ahora. Puse una denuncia en mi país, pero no hubo ningún resultado. Por eso nos venimos huyendo a México; tenemos la esperanza de aquí alguien nos va a apoyar. Nosotros no queremos ir a Estados Unidos, lo que buscamos es hacer un nueva vida en México con nuestros hijos”.
Mientras Reinaldo describe con todo lujo de detalles cómo fue aquel terrible día en que lo secuestraron tras confundirlo con un pandillero rival (su narración formó parte de la tercera entrega del especial de menores migrantes), Evelyn no quita la mirada de sus hijos. La mujer está exhausta y desanimada, observo. Apenas se ha podido asear, lamenta, y todos vienen con la misma ropa con la que salieron. De hecho, agrega Evelyn, una maleta con una cobija es todo el equipaje que traen para buscar esa nueva vida que anhelan en México.
“Todo fue de repente. Nada más agarramos lo que llevamos puesto–la centroamericana se lleva la mano a la blusa arrugada que viste- y salimos de allí. Vendimos la cocina que teníamos para completar el pasaje. Compramos algo de comida para el camino y salimos a las cuatro de la mañana para que los pandilleros no nos estuvieran ‘vigiando’”, narra Evelyn, que asegura que incluso tuvieron que pagar diez dólares a una persona para que los llevara a la terminal de autobuses y así iniciar la huida de esa colonia donde los pandilleros todo lo controlan.
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“A mí siempre me mandaban a decir: mirá, que quieren hablar con vos, ya sabés para qué. Pero yo nunca quise entrar a esa vida, porque una vez que entrás a la mara… ya nunca podés salir de ahí. Nunca. Yo prefiero trabajar bien y ser una buena persona en la vida”.
Marco es, seguramente, le persona que mejor entiende a su primo Kevin; el niño de doce años que después de narrar cómo lo hostigaban los pandilleros a la salida de la escuela no ha vuelto a pronunciar palabra.
“Los pandilleros me decían: o ingresas a la Mara, o te matamos a toda la familia y luego te buscamos para matarte”, agrega. Ante esta situación, el joven de veinte años cuenta con un hilo de voz que fue a ver a su tía Evelyn. Le pidió que, si algún día se iba de migrante a cualquier sitio, que por favor lo llevara con ella y su familia.
“Mi sobrino vivía en El Salvador con mucho miedo. No salía de casa, pero hasta allí iban a darle recados para que ingresara a la mara. Por eso me pidió venir con nosotros. A veces en el camino, cuando las cosas se ponían muy difíciles, yo preguntaba: ¿qué hacemos, nos regresamos a El Salvador? Pero él me decía: ‘no tía, yo para allá no regreso jamás. Sigamos un poco más adelante. Ya estamos hasta aquí y es un buen avance”, relata la salvadoreña.
Ahora el joven centroamericano dice que no tiene nada más en la cabeza que quedarse en México. Le da igual dónde, incluso está de acuerdo con la idea de sus tíos de que, tal vez, Tapachula podría ser un buen comienzo para ellos. Cualquier cosa es mejor que la colonia donde vivía, hace hincapié.
“Me quiero quedar en México -repite el muchacho-. Y sí me da tristeza por mi país, me siento mal por haberme ido así. Pienso mucho en el lugar donde crecí y en donde viví mis tiempos felices cuando jugaba al futbol con mis primos. Pero la verdad es que allá ya no se puede vivir”.
Mural en el CDH Fray Matías de Córdova.
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La mañana avanza y los rayos del sol caen cada vez más en perpendicular sobre las frondosas plantas que pueblan el patio central del albergue. El calor aprieta y es hora de ir dando por terminada la entrevista. En unos minutos más, Reinaldo partirá hacia la oficina de la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (COMAR), que está en la ciudad, a unos kilómetros del albergue. Allí se presentará con una carpeta en la que lleva todas las denuncias que puso ante las autoridades de El Salvador para intentar demostrar a los funcionarios mexicanos que el caso de su familia merece ser atendido. Y que merecen una oportunidad.
“Imagínese -me dice Evelyn apuntando con la barbilla a su hija mayor, Jocelyn-. Ella ya casi tiene 12 años, está entrando a la adolescencia. Me preocupa mucho que un marero se me enamore de ella y se la quiera llevar a la fuerza y me la mate. Por eso creemos que nuestras niñas van a tener una mejor vida en México, un mejor futuro. Y sí sabemos que aquí también está peligroso, claro. Pero la verdad es que no lo es tanto como El Salvador”.
El piloto rojo de la grabadora se apaga.
Durante toda la entrevista, Fátima no ha hecho caso a nadie. Ha leído en voz bajita una página tras otra y ahora ha llegado a la sección de dibujos.
De repente, un halo de tristeza asoma por sus grandes ojos negros ligeramente rasgados. Cruza ambos brazos en el cuaderno, y con el ceño fruncido dejar caer la cabeza sobre la mesa, como si fuera a dormir.
Le pregunto a Evelyn qué le pasa a Fátima. Ella observa a su hija y sonríe quedamente.
"La niña ya quiere regresar con sus compañeros a la escuela -cuenta Evelyn, que le acomoda de nuevo el pelo con mucho cuidado-. Dice que aquí se aburre porque no tiene lápices para colorear…”.
Lee aquí las otras tres entregas:
Parte 1: El mundial en una balsa
Parte 2: '¿Oiga, ya estoy en Estados Unidos?
Parte 3: 'Bienvenidos al burdel más grande de México'