Miguel es uno de los 400 mil indocumentados que, se calcula, intentan cruzar al año de manera ilegal la frontera de Estados Unidos.
Para escribir esta crónica viajé hasta Tierra Blanca, la ciudad con mayor índice de secuestros de indocumentados en el estado de Veracruz junto a Coatzacoalcos, Orizaba y Medias Aguas. En las siguientes tres historias que iré presentando en los próximos días convergen relatos de delincuencia, esperanza, compasión y desaliento con un único y terrible protagonista: La Bestia.
UN ESCAPULARIO con diferentes representaciones de la Virgen de Guadalupe y Los Cinco Misterios de la Santa Fe le
abraza con delicadeza las filosas vértebras del cuello. Se trata de un rosario
sencillo, moldeado en madera común y pintado a mano con un barniz de tonalidad
oscura, que le bordea por entre los sobresalientes huesos de la clavícula, baja
por el torso robusto y amplio cincelado a base de press banca, y que culmina junto a la cara de un grotesco payaso en
la boca del estómago.
Miguel
–llamémosle así- tiene tatuajes por todo el cuerpo. Por el pecho, abdomen,
hombros, brazos, manos, y hasta por los pómulos y las orejas, le afloran caras
demoníacas que se entremezclan con hojas de marihuana, emblemas en inglés y
español –When I ride on my enemies,
en el costado derecho; Qué falta me hace
mi padre, en el izquierdo; Mi querida
madre Alba, en la espalda-; retratos tipo Manga de mujeres empuñando
pistolas, imágenes de La Muerte, calaveras que ríen, y una lágrima perenne que
se desliza por el ojo derecho junto a tres escalofriantes puntos que dan
cuenta, sobre el pómulo izquierdo, de una frenética vida loca.
-Oye compa. ¿Y tú eres de la Mara?
La pregunta retumba en medio de un sepulcral
silencio que es únicamente interrumpido por un ay-ya-ya-yaí, al estilo mariachi, que sale del altavoz de unos de
esos celulares que pueden adquirirse a cambio de algo más de cien pesos
mexicanos en cualquier tienda de autoservicio.
"Esta gente es peligrosa –narra el corrido entre alegres
notas de acordeón- no toleran ni un
reclamo/ al que les falta el respeto, lueguito les dan pa'bajo/ ellos ajustan
cuentas, siempre al estilo italiano".
“Viví mis años locos por mi cuenta, como una forma de sobrevivir a la calle”
Miguel no
dice nada.
Sólo sonríe
de medio lado con cierto aire de suficiencia mientras permanece apoyado contra
el vagón de la compañía Cemex que lo
resguarda del intenso calor, y mantiene los ojos negros y ligeramente rasgados
fijos en el sendero hipnótico que forman los durmientes de la vía. En el suelo,
otros tres migrantes y un joven que dice tener 16 años y nacionalidad mexicana
miran de reojo algo malhumorados al periodista que se les aproxima, mientras
descansan tumbados entre piedras angostas, latas de cerveza, un par de tenis
que se secan al sol, dos bolsas por las que asoma ropa y una manta, los restos
de un pantalón sucio y hecho girones, y dos botellas de plástico con el cuello
degollado y restos de pegamento Resistol
para inhalar en su interior.
-No, mi hermano.
¿Cómo crees? –Miguel responde con un deje en su tono de molestia, como si la
pregunta le ofendiera-. Perdí a alguien y lo sigo llorando –se explica-. Por
eso me tatué la lágrima.
Tras la
contestación, el hondureño "criado en California" saca la mano del
bolsillo del pantalón ancho que lleva caído por debajo de la cintura y que deja
a la vista el elástico de un calzón azul, y se rasca el pómulo con la uña del
dedo meñique.
-Ah wey, ¿lo dices por esto? –Pregunta con
una amplia sonrisa, como si acabara de percatarse de que lleva los tres puntos locos dibujados en la piel-.
Bueno, sí. He vivido mi vida loca
–encoge los hombros con las manos metidas de nuevo en los bolsillos-. Pero
nunca he andado con la Mara Salvatrucha,
ni con Barrio 18, ni con ninguna pandilla.
Viví mis años locos yo solito y por
mi cuenta, como una forma de sobrevivir a la calle –hace una pausa de varios
segundos y ladea la vista rasgada hacia ese punto infinito donde convergen las
vías-. No lo niego –se arranca de nuevo sin dejar de mirar el sendero que
forman los rieles-, viví mi vida loca...
Pero no soy un delincuente".
Miguel asegura que vivió su ‘vida loca’ como una forma de sobrevivir a la calle, y no como una forma de pertenencia a una pandilla
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ESTAMOS EN TIERRA BLANCA. Un municipio del hermoso pero convulso estado de Veracruz, el
cual suma algo más de noventa mil habitantes que platican con un agradable y
bullanguero acento cantadito –difícil de captar a la primera, sobre todo para
el foráneo- propio de estas latitudes alegres donde se baila un rápido y
rítmico Son Jarocho, y al que,
cuentan las crónicas locales, los poetas llamaban La novia del sol debido a que en esta zona de la cuenca del
Papaloapan en la que predomina el cultivo de caña de azúcar, la cría de ganado,
y la industria vidriera, el mercurio puede dilatarse hasta los cincuenta grados
centígrados… a la sombra.
"A
Tierra Blanca también se la conoce como la
antesala del infierno", comenta atusándose la guayabera un veterano
periodista local mientras camina por la vieja estación donde se encuentra uno
de los símbolos más representativos de la ciudad: Mi Prieta Linda, una locomotora de vapor, "orgullosa y
preciosa como una Diosa", a la que grupos de música como Los socios del ritmo le dedican
canciones con "puro ritmo caliente" para ensalzar la tradición
ferrocarrilera de este municipio cuya heráldica está presidida por una máquina
con el número cinco en honor al primer tren que circuló por estos raíles
durante los primeros compases del siglo XX.
Sin embargo,
la referencia a esta tierra con fama de bronca y hospitalaria a partes iguales
como la antesala del infierno va
mucho más allá de las temperaturas que soportan los parroquianos incluso
durante el relativo invierno: de acuerdo con organismos como la Comisión
Nacional de Derechos Humanos, y ONG´s como Amnistía Internacional, y el
albergue Hermanos en el Camino
–liderado por el sacerdote Alejandro Solalinde, célebre defensor de los
derechos humanos de los indocumentados-, Tierra Blanca es, junto a
Coatzacoalcos, Orizaba y Medias Aguas, la ciudad con mayor índice de secuestros
de indocumentados en Veracruz, estado que, a su vez, se encuentra dentro de la
lista negra de entidades más peligrosas para quienes buscan alcanzar la
frontera Norte arriba del tren al que llaman La Bestia. De ahí que a la ruta conformada por Tuxtepec-Tres Valles-Tierra Blanca se la conozca, debido al
incesante número de secuestros y
asesinatos de indocumentados, con el sobrenombre de El Triángulo de las Bermudas.
Tierra Blanca es, junto a Coatzacoalcos, Orizaba y Medias Aguas, la ciudad con mayor índice de secuestros de indocumentados en Veracruz
-Me
asaltaron dos veces en el ferrocarril –empieza a narrar Miguel, que acepta la
entrevista con la condición de que el resto de los presentes también participe
en la plática, como si de una reunión informal entre amigos se tratara –"tá bien, si es así como platicando sí te
la acepto", dice-. Fue más para abajo, por el sur. Estábamos como ahora,
descansando mientras esperábamos a que llegara el tren para subirnos al vagón y
seguir con el camino, y de pronto aparecieron unos pandilleros de la nada
–chasquea los dedos-. Nos empezaron a golpear y a gritar que les diéramos todo
cuanto traíamos, o si no… ahí mismo todos nos moríamos.
Esta es la
segunda vez que Miguel sale de Honduras rumbo a California, Estados Unidos. A
pesar de haberse criado durante buena parte de su vida en la glamurosa ciudad
de Los Ángeles –allí trabajaba cambiando el tejado de las casas-, él es uno de
los 2.6 millones de sin papeles hispanos que se buscan la vida en la llamada tierra de las oportunidades. Por lo que,
explica, a pesar de tener una casa y una familia que lo espera “del otro lado”,
no tuvo más remedio que entrar de nuevo a México ilegalmente subido a bordo de un neumático de camión que
hacía las veces de balsa para atravesar el río Suchiate, un estrecho y poco
profundo afluente que separa la frontera de Guatemala con México, al que
también se le conoce como Paso del Coyote
por ser ruta habitual para el trasiego de todo tipo de mercancías: desde
refrescos, tabaco o azúcar, hasta drogas, armas, y por supuesto, seres humanos.
Una vez en
suelo azteca –refiere el hondureño-, se aferró a los hierros de La Bestia, un ferrocarril de mercancías
que se calcula que transporta al año a más de 400 mil indocumentados que
marchan en una desesperada búsqueda por alcanzar la frontera Norte, a pesar del
riesgo de quedar fatalmente mutilados por las ruedas del tren o sufrir a manos
de los cárteles del crimen organizado un muy probable atraco, secuestro, violación,
asesinato… o todo ello a la vez.
"Pasé
la Navidad aquí, en la vía. Tanto Nochebuena como Año Nuevo –recuerda Miguel y
a continuación señala, haciendo un gesto con la barbilla, a otro connacional
que está sentado sobre el durmiente-. Aquí estuvimos los dos celebrando las
fiestas como pudimos. No teníamos nada que comer, ni para beber, ni tampoco
ropa limpia, ni abrigo para la noche. Pero, gracias a Dios, algunas personas
que viven por aquí –apunta hacia las casitas de techo de lámina y paredes de madera
que se levantan junto a los rieles- se acercaban de vez en cuando y nos daban
un taco, un refresco para el calor, una botella de agua… Todo estuvo bien,
aunque sí fue triste, para qué digo que no. Muy triste. Porque uno tiene la
familia lejos… –guarda silencio esquivando la mirada para dirigirla nuevamente
a ese punto imaginario en el horizonte donde el óxido anaranjado de los raíles
se funde con el azul intenso de esta calurosa mañana-. Pero bueno, mejor no
acordarse mucho de la familia, ¿no? Es lo mejor para que no haigan tristezas. Por eso ni les hablo. Yo creo que cuando esté en
la frontera les marcaré por teléfono, pero antes no. Sufren demasiado".
A la ruta conformada por Tuxtepec-Tres Valles-Tierra Blanca se la conoce, debido al número de secuestros de indocumentados registrados en la zona, con el sobrenombre de ‘El Triángulo de las Bermudas’.
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JORGE JURA QUE tiene dieciocho años y una fe ciega en Jesús Malverde, una especie de Robin Hood mexicano, el cual cuenta la
leyenda que a principios del siglo veinte fue un popular bandolero que se
dedicaba a robar a los hacendados y familias más adineradas de los Altos de
Culiacán, en el norteño estado de Sinaloa, para repartir posteriormente el botín
entre los más pobres.
-Él era una
buena persona -balbucea el natural de Puerto Cortés, Honduras, masticando las
palabras y entreabriendo muy lentamente los párpados sin dejar de acariciar con
los dedos la efigie de este Ángel de los
Pobres que luce un largo y frondoso mostacho vernáculo, cejas rectangulares
muy pobladas, una impoluta camisa vaquera blanca, y cara de galán al estilo
Jorge Negrete, cuya leyenda se ha visto alimentada en la actualidad en gran
parte por las historias que cuentan narcotraficantes y sicarios, quienes
aseguran haber visto a este santo –aunque la Iglesia lo considera una
superstición- en medio de balaceras en las que ha intervenido salvándoles la
vida. De ahí que en la cultura del barrio, Malverde sea más conocido como El santo de los Narcos.
"Malverde
era muy bueno –añade-. Una persona de la que solo se puede hablar bien bonito.
A mí siempre me ha protegido, por eso lo llevo aquí conmigo.
A
continuación, Jorge guarda silencio. Bebe pausadamente cerveza Modelo de una lata que tiene a su
derecha y rebusca, a petición de Miguel, otro corrido en la memoria de su
teléfono celular.
“Malverde siempre me ha protegido, por es lo llevo aquí conmigo”
-¿A qué te
dedicabas en tu país? ¿Estudiabas?
Jorge sonríe
como si acabara de escuchar una estupidez. Da otro trago a la cerveza, se
limpia con el dorso de la mano el hilillo que se le escapa por la comisura de
los labios gruesos, se ajusta la gorra negra en la que lleva un gallo de pelea
bordado en hilo blanco junto al emblema Nunca
gano, pero cómo me divierto, y lanza a continuación una mirada vidriosa,
glauca, mientras empieza a frotarse una y otra vez el tobillo del pie derecho
que trae sujeto bajo el calcetín con un aparatoso vendaje.
"¿Qué
qué hasía? –pregunta, retórico-. Pues
trabajá, qué voy hasé" –se contesta lentamente, casi en un balbuceo y con los
ojos macilentos y enrojecidos -. Yo nunca pude estudiá. Me hacía mucha falta el billete".
Indocumentados descansan al amparo de un vagón, en espera a que llegue el tren que los lleve hasta Orizaba. //Foto: Jesús Lazcano, periodista de El Mundo de Córdoba
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Plac-plac. Plac-plac.
El sonido del obturador abriéndose y cerrándose mecánicamente congela la imagen
de Miguel en la retina de la cámara fotográfica.
-Oye, güero:
¿Y estás fotos se van a ver en el periódico? -pregunta entre las risas de sus
compañeros, como quien va a salir por primera vez en la televisión y pide
permiso para saludar en directo a su familia y a los amigos del barrio-.
-Entonces, pérame wey -se quita la camiseta de tirantes con la que seca el sudor que
le empapa la frente, mete las manos en los bolsillos del pantalón bombacho, y
adopta una pose de superstar que
recuerda a una de esas portadas de revistas especializadas en música hip hop.
-Ya estoy
listo, dispara -fija la vista con naturalidad en el lente mientras el cañón del
teleobjetivo hace un ruido robótico y lo pone a cuadro para dar paso a los
primeros flashes de la improvisada
sesión fotográfica.
Al otro lado
de la mirilla, como si acaso la cámara ofreciera un refugio desde el que poder
mirar sin ser visto, escudriño de nuevo con detenimiento la minúscula lágrima
que le cae por la hendidura del ojo derecho.
La Mara tiene presencia en México a través de cinco mil integrantes en 22 estados, siendo Chiapas, Oaxaca, Edomex, DF, Veracruz y Tamaulipas, “los focos rojos de alarma”
“Tal vez sea cierto”, me digo, y
la marca se deba al luto por haber perdido a algún ser querido. Además, por su
cuerpo no hay rastros de dibujos con las iniciales MS, MS-13, o las palabras
Mara Salvatrucha escritas en letra
gótica.
No obstante, tampoco es menos cierto que tatuajes como esa lágrima que
congela el obturador de la cámara –la cual, dentro de la simbología pandillera,
puede representar el grado que ocupa quien la porta dentro de la pandilla, así
como el número de enemigos ultimados-, o los llamados tres puntos locos –que hacen referencia al sexo, el luto y la
muerte en la vida del pandillero- son muy comunes entre los miembros de La Mara, una banda surgida en los años
ochenta en Los Ángeles integrada principalmente por salvadoreños, hondureños y
guatemaltecos, considerada por el FBI como una organización transnacional de
pandillas criminales con presencia en Estados Unidos, México, Centroamérica e
incluso en España.
"Se
trata de mercenarios que se alquilan a cualquier cártel con tal de ir
beneficiando su pretensión, que es crear un corredor de la droga, desde
Colombia, pasando por todos los países hasta llegar a Los Ángeles",
explica David Solís, presidente del Comité Ciudadano de Seguridad Pública de
Tijuana, en la obra de los periodistas Jorge Fernández Menéndez y Víctor
Ronquillo De los Maras a Los Zetas: Los
secretos del narcotráfico, de Colombia a Chicago, quienes aseguran que,
"de acuerdo con información oficial" la Mara Salvatrucha tiene
presencia en México a través de cinco mil integrantes en 22 estados del país,
siendo Chiapas, Oaxaca, estado de México, Distrito Federal, Veracruz y
Tamaulipas, "los focos rojos de alarma".
En otras
palabras: estamos en un estado, y en un municipio, donde la presencia de estos
pandilleros especializados en el secuestro
exprés, robo a gran escala y tráfico de armas y seres humanos, es algo
habitual. La cuestión es, surge la pregunta luego de lanzar la última foto y
observarla congelada en la pequeña pantalla digital, si quien está frente a la
cámara es quien dice ser –un migrante que va en busca de su familia y un
futuro-, o si por el contrario, esa lágrima negra y esos tres inquietantes
puntos encierran otra historia.
- ¿Y ya fueron al albergue?
Miguel, que
tras la sesión fotográfica se ha puesto de nuevo la camiseta de tirantes, se
refiere al centro de acogida para indocumentados que hay caminando unos diez
minutos en dirección hacia el sur de la ciudad, junto a las omnipresentes vías
del tren. Allí encontraremos a más indocumentados para entrevistar, sugiere el
hondureño que incluso se ofrece –si quieren, yo les llevo- a darnos un tour por la zona.
-Gracias
hermano, ya fuimos –pasamos de puntillas por el asunto-. Pero no nos quisieron
abrir la puerta. Nos dijeron que se requería de una cita previa para poder
acceder al inmueble y...
El hondureño
se rasca la cabeza, contrariado.
-Pues es que
–afirma con un cierto tono de lamento en su voz- la mera verdad, sí está
habiendo un chingo de desmadre. Por eso no confían en nadie,
ya sabes...
-Pero, ¿cómo
desmadre?
-Pues… -duda
por momentos si continuar con la frase y a continuación baja la voz- Es que
llegan aquellos (sicarios de un cártel
que opera en la zona) en la noche con la
camioneta… y te levantan.
-¿Quiénes?
¿Migración?
-¡Cuál Migra! –suelta espontáneo una carcajada
y acto seguido vuelve a bajar la voz mirando a izquierda y derecha, como si
temiera haber cometido una imprudencia-. Los maleantes son los que te levantan
y te desaparecen pero rápido –chasquea de nuevo los dedos-. Aquí en las vías
hay que tener mucho cuidado. Y más ustedes que son periodistas. Y si eres
extranjero… menos debieras andar por
aquí, güero. Porque te van a ver y luego, luego, van a pensar que traes mucho
dinero encima o que tu familia tiene mucha plata en tu país. Así que mejor
cuídate –me da una palmadita en el hombro -. Porque si aquellos te ven… te van a querer secuestrar.
**Esta crónica fue publicada originalmente en el portal AnimalPolitico.com y en la publicación colombiana de periodismo narrativo 'Revista Sole'. La reproducción parcial o completa del texto, así como de las fotografías, queda sujeta al consentimiento del autor.
2 comentarios:
Periodismo de muchos, muchos quilates, y un lujo para sus lectores poder trasladarnos a Tierra Blanca contigo. Tienes toda mi admiración.
Álvaro, máquina, muchas gracias por el comentario, viniendo de un profesional como tú es un gran halago. Te mando un gran abrazo desde estas tierras mexicanas.
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