El vuelo
8.30 AM
En algún lugar del espacio aéreo mexicano
A la primera turbulencia, un escalofrío se me atoró en la boca del estómago. El avión había despegado según lo previsto y a esas horas me encontraba sobrevolando alguna parte del espacio aéreo entre el Estado de México y Nuevo León. Al menos, traté de convencerme, me quedaba el consuelo de que sería un trayecto corto, de apenas una hora y cuarto de duración. Además, el cielo estaba completamente despejado y, según el piloto de la nave, "no esperamos rachas de viento lateral de especial importancia".
Y así fue. El avión de la compañía Volaris prácticamente ni se inmutó… O al menos no lo hizo hasta que la crew de la aeronave alertó a los señores pasajeros de que el comandante mengano y el copiloto perengano acababan de iniciar las maniobras de aterrizaje. Entonces… llegaron las tinieblas: el infinito cielo azul intenso, en cuyas profundidades se podía apreciar un fondo deslumbrante de nubes de algodón blancas como las que aparecen en nuestras más profundas ensoñaciones celestiales, dio paso a un mar gris, turbio, enrarecido, por cuyas aguas misteriosas iba buceando con nula visibilidad aquel Nautilus con alas de chicle que me llevaba a bordo.
Lentamente, el avión fue descendiendo. Lo hizo con suma pericia, como si fuera completando niveles: un tironcito y abajo… un tironcito y abajo. El viento lateral del que hablaba el piloto que no sería de especial importancia, soplaba ahora con todo. Pero la aeronave, a pesar de que no era uno de esos monstruos con capacidad para transportar a cuatrocientos pasajeros a través de los mares, aguantaba orgullosa el embiste a golpe de panzazos.
Otro tironcito… y abajo. Otro tironcito y más abajo. El mini-boeing seguía descendiendo muy despacio. Sin precipitarse a pesar de que las fuertes rachas de aire encabronado amenazaban con arrastrar al aparato por la cola y el lateral derecho para jugar con él como si en realidad se tratase de un avión de papel lanzado desde una ventana. La presión empezaba a notarse. Los oídos hacían molestas pompas con el cambio de altitud y en el interior del avión un silencio tenso, incómodo, se extendía a lo largo del pasillo donde ninguna de aquellas azafatas con sonrisa ensayada asomaba ahora la cresta para desearte de corazón un feliz vuelo con su compañía.
Al fin, un ruido metálico a nuestros pies dio paso al tren de aterrizaje. Los alerones de las alas comenzaron a recular aquí y allá y el avión inclinó ligeramente el morro hacia atrás para ir poco a poco dejando asomar la panza de aluminio y disponerse a posar las ruedas sobre la pista. El mar de nubes grises que envolvió durante varios minutos nuestro incierto destino había quedado a varios metros de altura y el suelo mojado por la lluvia del Aeropuerto regiomontano se veía claramente por las ventanillas del aparato que ahora parecía un ángel encarando la pista con sus inmensas alas desplegadas.
Era cuestión de minutos. Tal vez segundos. Otro tironcito y un poco más abajo. Otro tironcito y… ¡pom!. Las ruedas, al fin, tocaron tierra firme. Las turbinas frenaron a la máxima potencia y, tras los últimos segundos de respiración contenida, el vuelo de Volaris número XY3Z con destino a la ciudad de Monterrey llegó a las nueve y cuarenta y cinco de la mañana. Casi de inmediato, todos los pasajeros nos desabrochamos aliviados los cinturones y fuimos abandonando progresivamente la aeronave. En la puerta las aeromozas seguían a lo suyo: siempre profesionales, con el maquillaje impecable, tragando saliva por el susto, pero con su sonrisa de oreja a oreja.
Fotografía: ManuVpC
2 comentarios:
Mi vida!!!
Insisto , me acuerdo de tu cara de .... susto...jajjaja
Me encantan tus historias!!!!!!!
Excelente!!!
Te AmOoOoOoooooo
jajaja gracias amor; ya estoy escribiendo la siguiente entrega.
Te amoOoOoOoOoO!
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