domingo, 25 de julio de 2010

Recuerdos del mar (Un día de pesca)

"El arte de saber esperar"

--------

"El arte de saber esperar (2)"

------

"Allá, en el horizonte"

----------

"El arte de saber esperar (3)"
---------

"Pedro y María"

--------


"Con las artes a cuestas"

--------

"La Gaviota"

----------

"La pesca, un trabajo en equipo"
----------

"Pescando a ojo"
------


El faro 'Manuel Acosta'

-----

"Perico, El Pilas (y Veracruz)"

-----------

'Manolo, en la punta del espigón'


Puerto de Mazarrón, Murcia, España
Fotografías: Manu VPC


Cuando sonó el despertador, la noche aún era joven en el Puerto de Mazarrón. Viviamos el verano del 95 -año arriba, año abajo-, y en el garito de la esquina una tipa con acento de Wisconsin -por lo menos- cantaba aquello de 'dale a tu cuerpo alegría Macarena', mientras dos albañiles de toda la vida esperaban en la puerta de la pensión Madrid para tomarse el carajillo mañanero. Que a ver si abres antes el kiosco Maru, que nos tienes aquí a palo seco, joer.

Perico el Pilas -tractorista trotamontañas que un buen día se hizo famoso porque encontró oro en un cabezo de La Zarza y que además se da la circunstancia de que es mi tío- acostumbraba a salir el primero por la puerta. Siempre con su gorra de patrón de barco -marinero en tierra y de secano-; la banqueta de madera al hombro; la caña; y lo más importante de todo: la ciambrera. Ésa con la que nunca salía del cortijo y que la María le había preparado la noche anterior con su choricico, su buen pedazo de queso El Ventero famoso en el mundo entero, su latica de sardinas en aceite y escabeche, un chusco de pan algo duro, y su buen morteraco de vino de Bullas por si le entraba el mareo en plena faena -"nene, que hay que ir preparao para tó. Tú hazte caso sobrino".

Tras él, íbamos el resto de la tripulación en fila india: mi padre cargando su caña azul curtida en mil mares y la bolsa de los aperos. Y unos metros atrás, mi primo Fran y yo les seguíamos el paso entre bostezo y bostezo llevando nuestras cañas.
En el cielo, los graznidos de las gaviotas rompían el silencio de la noche. A esa hora siempre se las veía revoloteando nerviosas, inquietas, y con más hambre que siete en espera de que los primeros barcos aparecieran a un costado del afilado espigón cargados de sardinas frescas hasta los topes. Por su parte, a ras de tierra, la arena aún se sentía fría en la planta de los pies y con un tacto húmedo. Como el de los sueños de esos enamorados que intercambian besos sobre una toalla estrecha en la playa de Nares. Smuack, smuack.

Junto al faro, la imagen del Cristo del Sagrado Corazón estaba iluminada artificialmente por unos focos en lo alto de la montaña. Aunque a lo lejos, en el horizonte de la lejana línea de mar, los primeros rayos de sol comenzaban a esconder a las estrellas. Poco a poco iba amaneciendo.
En el puerto, los pescadores se echaban mano a los bolsillos de la camisa mal abotonada para encender un Ducados sin filtro y matar el tiempo. Todos tenían cara de sueño y guardaban un silencio que era como una especie de código entre ellos: nadie se había comido un torrao esa noche. Las boyas reposaban plácidamente sobre la tranquila superficie marina -que parecía una balsa de aceite esa madrugada- y los cubos estaban vacíos o con apenas un palmo de agua para lavarse las manos que apestaban a sardina. Entonces, el Pilas miraba a mi padre, arrugaba el morro ladeando ligeramente el bigote y le decía: "Mal asunto Manolo. No me gusta como caza la perreta".

Ganarle la espalda al espigón era una aventura. Teníamos que escalar -con silletas que no eran de aluminio precisamente, bolsas de aperos llenas a reventar, cañas que tampoco eran de titanio ultra ligero, la ciambrera de Perico que le había preparado la María con el chorizo, el queso y etcétera, el salabre por si pescábamos pulpos de 15 kilos, los cubos, las linternas, la bolsa con el cebo...- por una pequeña montaña utilizando una escalerilla fabricada, artesanalmente, con los restos de varios palés que usaban en la lonja para transportar las cajas de pescado fresco. Una odisea.

Pero lo mejor era cuando llegábamos hasta arriba y paseábamos por los enormes bloques de piedra maciza que forman la línea defensiva que protege el muelle de las embestidas del mar. Una vez en lo alto del espigón, dejábamos todo en el suelo, tomábamos aire después del esfuerzo -"Manolo, y eso que ya no fumamos"-, y mi padre y yo nos mirábamos sonriendo sin decir nada al apreciar lo que teniamos delante de nuestros ojos: un hermoso mar azul, sereno y sabio, que se abría inmenso hasta perder la vista frente a nosotros y que nos recibía con una brisa fría y con olor a salitre.

Y es cierto, tal vez esa mañana no pescamos nada. Y seguramente muchísimas otras tampoco. A lo sumo, "puede que algún resfriado muy gordo", como decía el Pilas con sorna. Pero no importaba. Quizá por eso, a pesar del paso de los años y de que las cañas están acumulando óxido dentro de un cuarto trastero en Las Torres de Cotillas, a Manolo y Perico -que siguen llevando a la playa su gorra de patrón de barco- todavía hoy se les ilumina la cara cuando pasean por el muelle del Puerto de Mazarrón y ven aquella afilada punta del espigón. Ese trozo de piedra con formas caprichosas donde pescar, en realidad, era lo de menos.

No hay comentarios: