Taxis de la Ciudad de México. //Foto: Manu Ureste
ES LO QUE TIENE UN MAL VUELO: que cargas con el trauma toda la vida. A mí me pasó hace unos tres años en un viaje transoceánico Ciudad de México-Madrid, en el que las fuertes sacudidas del aire me mantuvieron anclado al estrecho asiento sin visitar ni una vez el baño durante las diez horas de trayecto. Desde aquella lenta agonía, ya se harán ustedes cuenta, subirme a uno de esos lápices voladores es de las situaciones que, siempre que no haya un océano de por medio, procuro evitar a toda costa.
Sin embargo, la otra noche descubrí algo: los taxis del Distrito Federal me provocan, cada vez más, esa misma sensación de angustia vacía en el estómago, y me hacen sudar las manos tanto o más que cuando abordo un avión y el comandante avisa por megafonía que vamos a atravesar una zona de turbulencias.
En todo esto pensaba en la parte trasera de un Nissan Tsuru destartalado junto a mi mujer Lyzbeth, mientras bajaba la ventanilla y veía pasar a toda velocidad los espectaculares de neón –que siempre tintinean o tienen una letra fundida- anunciando sobre azoteas moteluchos de paso con nombres que invitan a soñar con lugares cálidos, como el Florida, o lejanos y exóticos como el Marrakech, el Habitaciones baratas Venezia, o el Motel Garaje El Cairo.
Por mi reloj vi que eran casi las dos de la madrugada. Mal asunto, me dije, a esas horas la Ciudad de México dormita y tiene las pulsaciones en reposo, por lo que ya se imaginarán el panorama: largas avenidas casi desiertas, calles que murmullan y por las que corre el viento esquivando las bolsas de basura que se amontonan en el suelo, patrullas con las luces encendidas que deambulan de manera errática, y semáforos que si ya durante el día no imponen ningún código de circulación –aquí el ámbar te advierte que aceleres a fondo-, en la noche son meros elementos decorativos.
En esto último, en lo de los semáforos como un elemento más del paisaje urbano, debía estar pensando nuestro taxista mientras embragaba raspándole las entrañas al Tsuru, metía las velocidades de manera brusca y hundía el acelerador hasta la tabla. Porque aquel chofer más próximo a los setenta que a los sesenta, de modales tan oscos como su forma de manejar, y enormes lentes que se le caían hasta la punta de la alargada nariz, no respetó ni un semáforo en rojo en todo el trayecto.
Sin embargo, la otra noche descubrí algo: los taxis del Distrito Federal me provocan, cada vez más, esa misma sensación de angustia vacía en el estómago, y me hacen sudar las manos tanto o más que cuando abordo un avión y el comandante avisa por megafonía que vamos a atravesar una zona de turbulencias.
En todo esto pensaba en la parte trasera de un Nissan Tsuru destartalado junto a mi mujer Lyzbeth, mientras bajaba la ventanilla y veía pasar a toda velocidad los espectaculares de neón –que siempre tintinean o tienen una letra fundida- anunciando sobre azoteas moteluchos de paso con nombres que invitan a soñar con lugares cálidos, como el Florida, o lejanos y exóticos como el Marrakech, el Habitaciones baratas Venezia, o el Motel Garaje El Cairo.
Por mi reloj vi que eran casi las dos de la madrugada. Mal asunto, me dije, a esas horas la Ciudad de México dormita y tiene las pulsaciones en reposo, por lo que ya se imaginarán el panorama: largas avenidas casi desiertas, calles que murmullan y por las que corre el viento esquivando las bolsas de basura que se amontonan en el suelo, patrullas con las luces encendidas que deambulan de manera errática, y semáforos que si ya durante el día no imponen ningún código de circulación –aquí el ámbar te advierte que aceleres a fondo-, en la noche son meros elementos decorativos.
"El chofer se limitó a mirarnos por el espejo retrovisor; masculló algo entre dientes, y tras ajustarse la gorra siguió apurando las curvas al ritmo de la salsa que salía del estéreo, completando chicanes como si fuera El Checo Pérez en Montecarlo"
En esto último, en lo de los semáforos como un elemento más del paisaje urbano, debía estar pensando nuestro taxista mientras embragaba raspándole las entrañas al Tsuru, metía las velocidades de manera brusca y hundía el acelerador hasta la tabla. Porque aquel chofer más próximo a los setenta que a los sesenta, de modales tan oscos como su forma de manejar, y enormes lentes que se le caían hasta la punta de la alargada nariz, no respetó ni un semáforo en rojo en todo el trayecto.
“Jefe, no hay prisa. ¿No podría usted ir un poco más despacito?”
Tal y como esperaba, la sugerencia cayó en saco roto. El chofer se limitó a mirarnos por el espejo retrovisor; masculló algo entre dientes, y tras ajustarse la gorra siguió apurando las curvas al ritmo de la salsa que salía del estéreo, completando chicanes como si fuera Sergio El Checo Pérez en el circuito urbano de Montecarlo, y dejando a su paso un fuerte olor a discos de freno abrasados y a llanta quemada.
“Taxi seguro”, me repetía estrujando la mano de mi señora después de librar una secuencia de curvas izquierda-derecha, derecha-izquierda, o tras el penúltimo frenazo para no estamparnos con la pegatina de ‘bebé a bordo’ del coche de adelante. “Suchingá madre, taxi seguro…”.
Al fin, el Tsuru se adentró a toda velocidad y provocando un ruido estridente en el túnel de la Avenida Chapultepec –ése que está forrado con imágenes de coloridos peces que bucean entre caballitos de mar, arrecifes, y corales paradisiacos, en un intento de relajar a los estresados automovilistas que a diario padecen el tráfico del DF-, para doblar en una calle a la derecha y entrar por la lateral de Reforma hasta el lugar indicado.
Y ahora, viene lo gracioso del asunto.
Verán.
Luego de perder la cuenta del número de semáforos en rojo ignorados, de estar a punto de perder el control del coche en tropecientas mil curvas en las que rebasábamos en un parpadeo camiones, autobuses, y otros automóviles que nos miraban atónitos; luego de no hacer caso a las señales de Stop, ceda el paso, y mucho menos a los límites de velocidad, el taxi entró a la calle. Pasamos un edificio alto, otro, otro, hasta que llegamos al número tal, y mi mujer le solicita al Fitipaldi septuagenario que, por favor, se estacione del lado izquierdo de la ¡¡¡desierta!!! calle, para que nos resultara más cómodo bajar el equipaje.
Entonces el chofer, ahora sí muy digno, se ajusta otra vez la desgastada gorra sobre la frente, exhala un suspiro cansado de ay que ver con estos turistas que todo lo quieren, y contesta visiblemente irritado mirándonos por el espejo retrovisor:
“Señorita, no se puede estacionar del lado izquierdo de la calle”.
A lo que, ante nuestra mirada de no dar crédito, el muy cabrón añade haciendo un gesto despectivo con la barbilla: ¿O qué no ven la señal de prohibido”.
Entonces el chofer, ahora sí muy digno, se ajusta otra vez la desgastada gorra sobre la frente, exhala un suspiro cansado de ay que ver con estos turistas que todo lo quieren, y contesta visiblemente irritado mirándonos por el espejo retrovisor:
“Señorita, no se puede estacionar del lado izquierdo de la calle”.
A lo que, ante nuestra mirada de no dar crédito, el muy cabrón añade haciendo un gesto despectivo con la barbilla: ¿O qué no ven la señal de prohibido”.